Juan Genovés en la calle, 1975

Franco no murió: se descompuso. Su agonía, como la de su régimen, fue tan larga y lenta que la noticia del óbito se recibió con una serenidad próxima a la indiferencia. Por entonces yo tenía veinticinco años, una vida legal de arquitecto y otra existencia clandestina de activista político. Dos años antes, ETA había asesinado al delfín del general, el almirante Carrero Blanco, y el temor a una «noche de cuchillos largos» me llevó a dormir fuera de casa, como hicimos aquel día la mayoría de los miembros de los partidos ilegales, que éramos muy pocos y casi todos bien conocidos por la policía. La desaparición de Franco, sin embargo, no mudó mis hábitos, y la noche del 20 de noviembre de 1975 la pasé en mi propia cama, sin gozo ni zozobra.

Juan Genovés_ El abrazo, 1976

El Abrazo, Juan Genovés, 1976

En aquel tiempo había aún dos Alemanias, pero también dos Españas: dos países que no estaban separados por una frontera física, sino por una barrera sentimental levantada en cada ciudad y en cada familia. Durante los meses siguientes, la calle fue escenario de esas emociones divergentes: del duelo masivo por el dictador a las manifestaciones reclamando libertad, las dos Españas midieron sus fuerzas con más precaución que drama, evitando un enfrentamiento exorcizado por los fantasmas de la Guerra Civil. El resultado es bien conocido, una amnistía mutua que adoptó la forma de amnesia, y que permitió el alumbramiento sin dolor de un país habitual. Muchos habían pronosticado o temido un parto sangriento, pero en su lugar experimentamos una metamorfosis: de larva franquista a mariposa democrática, la España crisálida transitó sin más violencia que el desgarramiento del capullo tejido con el hilo de las leyes viejas.

La transición española se retrata en dos obras de Juan Genovés: En la calle, 1975 y El abrazo, 1976 (arriba); y la Instalación de los chinos, de Juan Muñoz (abajo) simbolizó en 1995 un nuevo sentimiento igualitario.

Juan Muñoz_Instalación de los chinos, 1995

Instalación de los chinos, Juan Muñoz, 1995

Con todo, no fue esa época fácil para nadie, y tampoco para los arquitectos. La crisis económica inducida por el encarecimiento del petróleo en 1974 había paralizado muchos proyectos, y la segunda convulsión energética de 1979 se tradujo en un marasmo que llegaría hasta mediados de los años ochenta. Mi estudio, en el que intentaba ejercer la profesión con otros compañeros bajo el nombre altisonante de ‘Colectivo de Arquitectura’, sufrió el vendaval de la historia acelerada: nuestra obra más innovadora, una casa solar donde habíamos expresado la fascinación del momento con la construcción ecológica y las energías alternativas, acabó calefactada con fuel-oil; y nuestro encargo más importante, un gran hotel turístico en las dunas desoladas de El Aiun, la capital del Sahara español, se canceló tras la Marcha Verde de 1975, el audaz movimiento de Hassan II de Marruecos que le permitió anexionarse la última colonia de España en África aprovechando los días inciertos del declive físico del general Franco.

Eduardo Chillida_Dibujo manos

La obra del escultor vasco Eduardo Chillida (abajo, el montaje en 1977 de El Peine de los Vientos en San Sebastián) fue un emblema de la lucha por la libertad, como lo es hoy de la lucha contra el terrorismo etarra.

El montaje en 1977 de El Peine de los Vientos en San Sebastián, Eduardo Chillida

Los colegios de arquitectos, que fueron en aquella etapa instrumento y teatro de una pugna política pronto trasladada a las nuevas instituciones democráticas, sirvieron también como cauce de una transformación profesional que convirtió a los reformadores urbanos en protectores del patrimonio, a los vanguardistas estéticos en populistas artísticos, y a los utopistas modernos en posmodernos cautelosos. Cuando murió Franco, el Colegio de Arquitectos de Madrid —de cuya junta de gobierno yo formaba parte— era una plataforma de agitación y propaganda para los partidos políticos clandestinos, que utilizaban los conflictos sociales y la corrupción urbanística como armas publicitarias contra la dictadura. El rechazo del narcisismo de la «arquitectura de autor» estaba en sintonía con el anonimato silencioso que se predicaba en las escuelas de arquitectura, y con el respeto tradicionalista a lo heredado que reclamaba una sociedad escandalizada por la devastación de los centros históricos y las costas durante el boom económico de los años sesenta, de tal suerte que aquellos disidentes izquierdistas se convirtieron en protagonistas paradójicos de una reacción arquitectónica conservadora.

Pablo Picasso_Guernica

Con la normalización democrática regresaron los exiliados y el Guernica de Picasso, pero también el dominio de la economía sobre la política, del comercio sobre la cultura, y del hábito sobre la excepción, generando ese desencanto que algunos expresaron en la fórmula «contra Franco vivíamos mejor». La sociedad del espectáculo dirigió sus focos hacia España en 1992, y el país adornó los frutos arquitectónicos de su prosperidad con la reconstrucción en facsímil de dos pabellones míticos de autores exiliados: el alemán de Barcelona de 1929, obra de un Mies van der Rohe que ante el ascenso nazi dejaría Berlín por Chicago; y el español de París de 1937 (donde se exhibió el Guernica), obra ésta de dos arquitectos que abandonarían España tras la victoria de Franco en la Guerra Civil, José Luis Sert —que se afincó en los Estados Unidos— y Luis Lacasa —que se exilió en la Unión Soviética primero y en la República Popular China después—. De la Barcelona de los Juegos Olímpicos al Bilbao del Guggenheim, la España que fue crisálida hace veinticinco años es hoy una mariposa mediática y leve, donde el único conflicto grave es el abierto por un nacionalismo étnico más peligroso para Europa que el de Haider, donde las esculturas de Chillida que simbolizaban la lucha por la libertad son ahora emblemas de la lucha contra el terror, y donde los únicos exiliados son los que huyen de un País Vasco convertido en el último reducto de la historia trágica de España: una historia que comenzó a desvanecerse con la extinción de Franco hace un cuarto de siglo.

Y el regreso a España del Guernica de Picasso (durante su traslado del Casón del Buen Retiro al Reina Sofía) simboliza el retorno al país de los exiliados políticos tras la restauración democrática.


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