Ninguna guerra comercial es incruenta. La pugna actual entre Estados Unidos y China, que se extiende al ámbito tecnológico e incluso al espacial, dificulta el flujo de ideas, capitales y mercancías, y pone en cuestión las instituciones internacionales que establecen normas y arbitran conflictos. En un plazo muy breve estamos asistiendo al desmoronamiento de la globalización y a la fractura de los equilibrios geopolíticos que han garantizado una estabilidad perturbada sólo por guerras asimétricas, híbridas o por delegación, trágicas siempre, pero constreñidas en su dimensión geográfica, por más que susciten dolorosos éxodos. Treinta años después de la caída del Muro de Berlín, el mundo unipolar que iba a invertir los dividendos de la paz en promover la democracia liberal se ha marchitado, e ingresamos en una nueva guerra fría, esta vez entre dos grandes países que históricamente se han sentido el centro del mundo, y cuya enconada lucha por la hegemonía apenas tiene hoy ya bases ideológicas.

Los analistas gustan de mencionar ‘la trampa de Tucídides’ para advertir del riesgo que conlleva la rivalidad entre una potencia emergente y otra en declive, que en muchas ocasiones ha conducido al conflicto bélico entre ambas. En nuestro caso, ese peligro se acentúa por la posibilidad de un error de cálculo en el Mar de la China Meridional, donde un incidente naval podría provocar una escalada imparable; un error humano en los sistemas de alerta frente a misiles balísticos o de crucero, con las consecuencias trágicas que han explorado tanto la estrategia militar como la ficción cinematográfica; o un accidente digital en los ordenadores que controlan los mercados y las máquinas, que podría llegar a causar lo mismo un pánico financiero que una guerra entre armas robóticas guiadas por su propia inteligencia artificial. Si la guerra comercial se ha extendido al espacio y al ciberespacio, otro tanto ha ocurrido con la rivalidad militar que eufemísticamente designamos con el término ‘seguridad’.

En este nuevo entorno multilateral de áspera competencia por los recursos, la eclosión de los nacionalismos no es sino un espejismo que se desvanece frente al protagonismo de las grandes potencias. La Unión Europea —una amalgama de países con poblaciones envejecidas, limitada competitividad comercial y escasas inversiones en defensa— se enfrenta al desafío de la inmigración, frente a un continente africano en explosión demográfica y emergencia climática; al desafío de la digitalización, ayuna como está de grandes empresas tecnológicas; y al desafío de la seguridad, privada de la protección de la OTAN ante el creciente aislacionismo estadounidense, y amenazada por el empeño ruso en disgregar su cohesión. España es sólo un pequeño país en esta península de Asia que es Europa, y sus destinos están unidos a los de la formidable utopía que cristalizó en las instituciones de Bruselas: esa es ahora nuestra casa común, y nuestro refugio compartido en esta hora convulsa.


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