Opinión  Sociología y economía 

Paisajes españoles

La crisis de Marbella ha puesto el urbanismo en el centro del debate político, en una España que parece abocada a elegir entre la prosperidad y el paisaje.

Luis Fernández-Galiano 
22/04/2006


Marbella ha sido sometida a un exorcismo. Con la disolución del Ayuntamiento y la prisión de sus responsables, la España política y judicial ha querido conjurar los demonios demasiado familiares de la especulación y la corrupción, expulsando los espíritus malignos del cuerpo sano de una joven democracia. Sin embargo, Marbella es más bien el caso extremo de una enfermedad común: si la patología penal alcanza allí su manifestación más grosera, los síntomas se detectan por doquier. Tanto las costas como la periferia de las ciudades, y aun las zonas rurales hasta ahora intactas, están sufriendo una mutación histórica impulsada por el auge económico y las nuevas demandas ciudadanas. Desde el dolor que causa contemplar la acelerada desaparición de los paisajes naturales, solemos describir este proceso de colonización con términos médicos como infección o metástasis; pero este crecimiento impetuoso puede entenderse también como producto de la vitalidad y el dinamismo de una sociedad próspera y hedonista, que multiplica sus exigencias con impaciencia abrupta. El territorio es siempre un retrato físico de la cultura que lo ha modelado y, nos guste o no, los nuevos paisajes españoles reflejan bien lo que hoy somos: acomodados, vulgares y satisfechos.

El avance imparable del asfalto, lo mismo que la burbuja inmobiliaria, no es producto sólo de la corrupción o la codicia; proviene de una demanda social de primeras o segundas residencias que los bajos tipos de interés y las interminables hipotecas han hecho caudalosamente asequibles, y que la unánime motorización y las nuevas infraestructuras de transporte han hecho razonablemente accesibles. En la década de los noventa, el suelo urbanizado en España aumentó un 25 por ciento (una cifra que se eleva al 50 por ciento en Madrid o en la costa de Valencia y Murcia), y esa extensión del cemento y el ladrillo suscita en todas partes la misma reacción contradictoria: desánimo ante la destrucción del medio natural y animosa adquisición de apartamentos próximos al mar o de viviendas en promociones de baja densidad en las periferias urbanas. El urbanista Ramón López de Lucio se tomó recientemente la molestia de documentar los nuevos paisajes residenciales en las proximidades de Madrid, y el resultado fue tan desmoralizador como estimulante; por un lado, la baja intensidad del ambiente urbano desplaza toda la actividad a grandes centros comerciales que sirven para financiar los costes de urbanización, aunque privatizando el dominio colectivo y abandonando al vandalismo el espacio público residual; por otro, los convencionales desarrollos de adosados o bloques de baja altura que forman la mayor parte de los nuevos conjuntos son uniformemente espaciosos y funcionales en su configuración, y de razonable calidad material en su ejecución: homogéneos en su mediocridad exánime y ensimismada, pero a la vez sólidos, bien equipados y luminosos.

El auge de Marbella, emblema de una Costa del Sol cuyo crecimiento urbano desmesurado refleja la panorámica de Mijas, estaba basado en prácticas corruptas que llevaron a la disolución de su ayuntamiento.

Los que escribimos en los medios somos por lo general demasiado viejos y elitistas como para entender que la anomia indiferente de estos nuevos paisajes urbanos no los hace menos deseables, que su abismal mediocridad visual no les resta valor inmobiliario, y que su desmayada actividad colectiva no es tan importante para el que allí compra como la calidad de las carpinterías o los alicatados de los pisos. La vida de barrio ha sido reemplazada por la vida de urbanización—una forma de ocupación del espacio y el tiempo que se produce también en las nuevas promociones de la costa—, y estos modos inéditos de relación y consumo son para muchos un aliciente añadido: si no hay vida en la calle, la habrá en el centro comercial, en torno a la piscina comunitaria o en la barbacoa del jardín.

Millones de españoles han votado con los pies (o mejor con las llantas) y con las hipotecas por la desteñida suburbanidad de las periferias y por la masiva colonización vacacional del litoral, expresiones ambas de la prosperidad económica, pero también de una democracia política que otorga la capacidad reguladora a unos municipios inermes ante las fuerzas colosales que modelan el territorio. Por más que habitualmente rapaces y ocasionalmente corruptas, esas fuerzas se alimentan de la capacidad de elegir de los compradores inmobiliarios, y los paisajes que han configurado retratan fielmente la sociedad española de la democracia. Son, además, electoralmente demoledoras, como ha podido comprobarse en el caso caricaturesco de la Costa del Sol, pero como pudo también constatarse cuando el ‘nuevo laborismo’ británico se vio obligado a archivar el Urban White Paper elaborado por Lord Rogers que recomendaba abstenerse de construir en zonas vírgenes (los llamados greenfields), por entender que enajenaría a esas clases medias emergentes del chalet y el todo-terreno que forman el soporte demográfico y electoral de cualquier centro político europeo.

La floración de grúas en las hileras interminables de Paracuellos y en los bloques unánimes de Seseña, ambos en las proximidades de Madrid, contrastan con el paisaje esencial de la carballeira de Lalín, en Galicia.

En una reciente exposición en el madrileño Círculo de Bellas Artes, el arquitecto César Portela mostraba sus intervenciones en dos paisajes gallegos de singular belleza y emoción, la carballeira de Lalín y las islas de San Simón y San Antonio, en la ría de Vigo, dos lugares intactos que la bulimia turística y vacacional no ha devorado todavía con su maquinaria inapelable, y la coincidencia con la crisis marbellí animaba a preguntarse por el contraste que brindan entre lo que hemos sido y lo que somos. La carballeira, una estancia en el bosque presidida por una monumental mesa de granito donde centenar y medio de vecinos encuentran acomodo en las celebraciones comunales, es un espacio de arcaica poesía que evoca la fiesta popular y el misterio sagrado, pero a la vez recuerda el tiempo detenido de la aldea y el control asfixiante de la superstición y el hábito; las islas de la ría, emplazamiento de un antiguo lazareto y prisión, deslumbran por su naturaleza melancólica y el esplendor romántico de sus construcciones esenciales, pero también en ese mundo perdido de sillares y líquenes que el arquitecto apenas roza con acentos de vidrio late un pasado ominoso de enfermedad, castigo y aislamiento. En contraste con los paisajes triviales y ostentóreos de Marbella, con su fauna rosa de colágeno y joyón, la belleza dolorosa de los paisajes desvanecidos nos atrae con la fuerza magnética del abismo del tiempo. Sin embargo, si miramos de frente sin el velo húmedo de la emoción estética, sabremos reconocer que los nuevos paisajes de la prosperidad narcisista nos retratan mejor que esas huellas exactas del pasado, conservadas como un insecto en el azar del ámbar. Hipócrita lector, Marbella somos todos.


Carballeira de Lalín, de César Portela


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