Para frenar el virus, el globo se detiene y se fragmenta. La interrupción de los viajes para contener la difusión del coronavirus y las mayores dificultades para el movimiento de mercancías han puesto la globalización marcha atrás, y tanto la contracción del consumo como la ralentización de la producción provocada por la rotura de las cadenas de suministro dibujan un escenario de recesión económica que nos ha hecho conscientes de la fragilidad de un crecimiento basado en las vulnerables redes de interdependencia que enmadejan el planeta. Estamos transitando de los vasos comunicantes a los compartimentos estancos, obligados por una crisis epidemiológica que nos separa y a la vez nos hace más conscientes de nuestro destino común; paradójicamente, el mismo acontecimiento que levanta barreras en el globo nos afianza en la convicción de ser pasajeros de la nave espacial Tierra, porque el alejamiento físico —como estamos comprobando durante el actual confinamiento— provoca cercanía emocional.
Los activistas antiglobalización denuncian la fractura social entre las élites metropolitanas insertas en redes trasnacionales y las poblaciones ancladas en territorios marginados de estos procesos, una fractura que se ha manifestado también políticamente en la extensión de los movimientos de protesta y en el surgimiento de populismos identitarios, que rechazan tanto a los privilegiados cosmopolitas como a los inmigrantes desvalidos. La multiplicación del malestar ante la internacionalización entra hoy en resonancia con el renovado protagonismo de las naciones en la lucha contra un virus que amenaza igualmente a las élites y al pueblo llano, y hay quien piensa que la actual impermeabilización forzosa de las fronteras puede hacer girar en el futuro la estructura económica de los países hacia modelos más autosuficientes, menos dependientes de materias primas o mano de obra importada, y quizá más resilientes frente a ‘cisnes negros’ como el actual.
Todo ello es en gran medida fantasioso, y si la desigualdad social causada por la globalización es un desafío político que debe abordarse, la interdependencia económica es probablemente irreversible. En otra clave, el enfriamiento de la producción, el consumo y el transporte, lo mismo que el desplome de la demanda de petróleo, tiene efectos beneficiosos sobre el cambio climático y la contaminación urbana, pero esto no debe hacernos preconizar la recesión como medicina planetaria, o aún menos juzgar el coronavirus como el agente que utiliza Gaia para su autoregulación. Muchos vieron el 11-S como el epitafio de la construcción de rascacielos, y la quiebra de Lehman Brothers como el punto final de la globalización financiera, pero en ningún caso se cumplieron los pronósticos. No es por eso seguro que esta tercera gran crisis del siglo XXI suponga la inversión de la globalización, por más que el mundo que hallemos a la salida de nuestro actual arresto domiciliario sea muy diferente al de hoy.