La recuperación de Madrid es agridulce. Transcurridos diez años desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, la ciudad experimenta un vigoroso crecimiento, pero el retorno de las grúas no ha ido acompañado por el retorno de los concursos, y los arquitectos con dimensión cultural han tenido que dirigir su mirada hacia territorios más generosos con el talento. La crisis de 2008 provocó un gran sismo en el sistema financiero, arrastrando a la ruina a muchas cajas de ahorros y obligando al rescate bancario, y una emergencia social por el incremento del paro y los desahucios; pero también causó la devastación del tejido profesional, llevando al cierre de innumerables estudios de arquitectos, y a la emigración de una buena parte de las nuevas promociones. Hoy, el auge del sector de la construcción hace temer incluso una nueva burbuja, y sin embargo el paisaje que vemos después de la batalla apenas se asemeja al anterior.

El desvanecimiento de los concursos —que proviene a la vez del escaso entusiasmo por los mismos de instituciones como el ayuntamiento de la capital y de la reducción de la inversión pública en edificios— no sólo priva de oportunidades a los arquitectos, sino que hurta a la ciudad la ocasión de reflexionar sobre su conformación. Las grandes operaciones actualmente en marcha (Mahou-Calderón, al borde la M-30; Chamartín, en continuidad con la nueva estación ferroviaria; y Barajas, en torno a la T4 del aeropuerto), se están desarrollando todas al margen de cualquier debate profesional o ciudadano, encomendadas a técnicos de las propias administraciones o a empresas de consultoría, y sin más discusión que la de los partidos políticos sobre densidades o porcentajes de usos, olvidando que el elemento esencial son los trazados urbanos, que marcan en el territorio huellas indelebles que condicionan el futuro.

Madrid está en marcha, pero los arquitectos se marchan para buscar oportunidades fuera. Aquellos que llegaron a establecer su reputación durante los años dorados de la socialopulencia consiguen con esfuerzo encargos internacionales, y los aquí publicados en tierras americanas son testimonio de ello; otros más jóvenes abren sus despachos fuera del país, y algún ejemplo también se recoge en este número; pero la mayoría de los nuevos arquitectos usa la versatilidad de su formación para insertarse en campos colindantes, o se emplea en grandes oficinas foráneas. Formados los que ahora se publican en la más que sesquicentenaria Escuela de Arquitectura de Madrid, y profesores en la misma casi todos ellos, sus obras en América son una prueba transatlántica de la estimulante vitalidad de la cultura arquitectónica de la ciudad: una cultura a la que el contemporáneo poder político y económico vuelve tristemente la espalda.



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