El futuro de Madrid es el futuro de España: más capital que ciudad, este nudo de encuentros e intercambios tiene el porvenir del territorio. Si prevalece la pulsión centrífuga, Madrid se desanuda y se desfleca, porque este foro y zoco sólo existe como el corazón hueco de un tupido tejido de vínculos y lazos. El centralismo quiso ver a Madrid sosteniendo las riendas de la periferia desbocada, y el litoral deseó contemplar el cuerpo culpable madrileño desmembrado por el galope en fuga de identidades varias; pero ni auriga ni penado, Madrid es el espacio físico del pacto colectivo y la cópula civil, mercado político y lecho equidistante de apetitos virtuales.
Crisol de provincias y lugar de ocasiones, este caserío desencuadernado y oportuno ofrece al talento disperso un escenario propicio, y brinda rendijas a la ambición frustrada por las ciudades compactas y cabales. Su propia condición confusa de madeja, que representa a la vez movilidad y caos, le impide otro futuro que no sea la pervivencia neurótica del flujo, que se enreda y se descifra a cada poco, continuamente atado y destejido. De talante quizá más americano que europeo, Madrid maltrata el pasado que no tiene o tiene a veces, renuncia a lo que el futuro posee de proyecto o sueño compartido, y habita compulsivamente en el presente.
Ayuna de liderazgo y huérfana de propósito, Madrid sobrevive a bandazos, con una navegación pragmática y sin rumbo que sólo aspira a evitar un naufragio improbable. Malquerida y sumisa a la usura veloz de sus ocupantes transtorios, ésta es también una ciudad maltratada por sus gobernantes, que laceran su piel dócil con más torpe desgana que sadismo. Sometida a la violencia plácida de un estallido lento que está escombrando la región con sus fragmentos, el núcleo almendrado y cordial de la metrópoli se trincha con zanjas y se trufa con facsímiles, anillado por innumerables autopistas que derraman el tráfico en sus venas abiertas.
Si Madrid tiene un futuro, éste se halla en los grumos del movimiento y en las pausas solícitas que la hacen simultáneamente encrucijada y cámara: lugar accidental de colisión o encuentro, y ámbito vacío de resonancia pública. El futuro incierto de esta lonja de valores materiales y simbólicos reside en las pistas de Barajas y en la sala de pasos perdidos de la Carrera de San Jerónimo, en las torres herméticas de la Castellana y en los museos lentos del Salón del Prado; allí donde los flujos se detienen, y allí donde el enjambre ciudadano cristaliza su condición común: ese acuerdo o costumbre al que dicen España.[+]