Arte y cultura  Opinión 

El claustro y el hoyo. La ampliación del Prado

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El claustro y el hoyo. La ampliación del Prado

Luis Fernández-Galiano 
23/10/1999


El Museo del Prado tiene remedio, pero la solución pasa por abandonar el claustro y rellenar el hoyo. La ampliación de la pinacoteca no exige la ocupación del claustro de la iglesia de los Jerónimos; como varias propuestas mostraron en su día, es suficiente con utilizar el gran agujero excavado entre el museo y el actual hotel Ritz: restituyendo la topografía original se crea un volumen generoso y apenas visible, que resuelve las necesidades funcionales del Prado en sintonía con el proyecto inicial de Juan de Villanueva, y mejora significativamente el entorno urbano suavizando las pendientes hoy abruptas que se desploman desde los Jerónimos hasta la cota del Paseo del Prado.

La fachada norte del museo del Prado antes de realizarse la excavación, en un dibujo de Vargas litografiado por Camarónen 1826, y en un lienzo de Brambilla de 1820.

Los desmontes realizados hace más de un siglo por el arquitecto Francisco Jareño para dar luz a los sótanos consiguieron ampliar la superficie útil del museo, pero a costa de violentar la topografía de la zona, desfigurar la fachada norte del edificio y desnaturalizar la idea esencial de Villanueva: resolver el problema de la cuesta del paseo haciendo dos plantas independientes, con accesos autónomos a distintas alturas. Con esta ingeniosa disposición, el arquitecto neoclásico daba entrada a la planta inferior por lo que hoy es la puerta de Murillo, frente al Jardín Botánico, y a la superior por la actual puerta de Goya, cuyo pórtico monumental habría de quedar, tras la excavación de Jareño, absurdamente suspendido a siete metros de altura sobre el suelo.

La pintura de Eduardo Rosales, fechada alrededor de 1871, representa una vista de la iglesia de los Jerónimos y el museo del Prado poco antes de que Jareño ejecutase los desmontes actualmente existentes.

La respuesta de Villanueva a la pendiente del Paseo del Prado dejaría sin solventar la conexión entre las dos plantas, y ésta es una cuestión que ninguna de las reformas y ampliaciones sucesivas ha sabido abordar con eficacia y elegancia. Pero los desmontes de Jareño condujeron sólo a una manifestación exterior de esa ambigüedad interna, expresada en la fachada norte con una monumental escalinata, terminada en 1881, que sería sustituida medio siglo después por otra de traza más compacta, construida por el arquitecto Pedro Muguruza entre 1943 y 1946, y que es hoy la responsable del insólito aspecto que ofrece la puerta de Goya, con sus dos accesos desconcertantemente superpuestos. Pues bien, esa relativamente reciente escalera de Muguruza, convertida en intocable por las bases de los sucesivos concursos de arquitectura convocados para la ampliación del museo, es el principal obstáculo para que el Prado crezca en la dirección que pide: hacia el norte.

La actual polémica sobre el proyecto de Rafael Moneo linda con el disparate. Para empezar, el proyecto de Moneo no es el proyecto de Moneo: es el proyecto del Patronato del museo, y sorprende sobremanera ver cómo sus miembros dejan al arquitecto a los pies de los caballos de una opinión pública hostil defendiendo un proyecto que les pertenece más a ellos que al navarro. En el primer concurso, las bases excluían ya una solución inmediata y lógica como la arriba expuesta; pero en el segundo, del cual proviene el actual ‘cubo de Moneo’, el Patronato suministró a los diez concursantes un proyecto de obligado seguimiento tan pormenorizado y definido que en rigor hacía el concurso innecesario. Por un espíritu de servicio mal entendido, Moneo aceptó dócilmente las erróneas bases iniciales, y se sometió después con mansedumbre a la tarea ingrata de dar cuerpo a un proyecto ajeno: en el pecado ha tenido la penitencia.

En la secuencia histórica puede verse cómo a la fachada norte original de Villanueva se añade una primera escalera a finales del siglo XIX, que fue sustituida a mediados del siglo XX por la que hoy condiciona la ampliación.

Ahora, mientras la opinión pública lo trata como Apolo a Marsias, nuestro mejor arquitecto tiene que oír a un Francisco Jurado, arie-te de la curia e instrumento de la parroquia para que ésta pueda continuar con su principal tarea pastoral, la explotación de un aparcamiento, asegurar que, en la polémica del ladrillo frente al revoco, él ha movido pieza y a continuación es el turno de Moneo; tiene que ver al gobierno regional de Ruiz Gallardón proponer una enmienda a la totalidad al sugerir que el proyecto se reduzca de cinco a cuatro plantas, las tres últimas de las cuales deberían estar viriadas; y tiene que escuchar a los socialistas del Ayuntamiento propugnar, con gran imaginación y mejor memoria, un ‘debate público’ sobre el Prado. Un fuego cruzado entre el Arzobispado, las instituciones y los partidos en medio del cual el principal apoyo de Moneo ha acabado siendo el secretario de Estado de Cultura, que con su arrojo purga el haber con-ducido al arquitecto a presentar el proyecto al mundo ¡en el club Zayas!

Los arquitectos que participaron en la segunda fase del concurso de ampliación del museo del Prado recibieron de los organizadores un esquema detallado que no dejaba lugar a las alternativas formales o funcionales.

En todo caso, no es Miguel Ángel Cortés, en su esfuerzo denodado por complacer a un presidente Aznar que ha hecho del Prado su proyecto emblemático, el principal responsable; ni lo es Fernando Checa, un gran historiador del que nadie ha esperado nunca que ejerciera un liderazgo decisivo desde la dirección del Museo. La mayor responsabilidad recae sobre el Patronato y, si hubiera que personalizar en alguien, probablemente sería en su presidente, el ingeniero José Antonio Fernández Ordóñez, que ejerce esta función desde la época socialista. Curiosamente, el gobierno del Partido Popular confirmó en sus puestos a los tres responsables del triángulo madrileño de las artes: Fernández Ordóñez en el Prado, José Guirao en el Reina Sofía y Tomás Llorens en la Thyssen; pero mientras los dos últimos han tenido una gestión pacífica, el Prado se las ha arreglado para permanecer como un foco permanente de sobresaltos.

El proyecto finalmente ganador de Rafael Moneo se ciñe escrupulosamente a las bases para construir un cubo sobre el claustro de los Jerónimos, unido al edificio de Villanueva con un cuerpo semisubterráneo iluminado cenitalmente.

Con el actual calendario político, la ampliación del Prado se traslada ya, de manera inevitable, a la próxima legislatura. No es seguro, por tanto, que todo lo actuado sea irreversible. Aunque Aznar continúe, y aunque su entorno le susurre que el prestigio del arquitecto le blindará ante la tormenta de la opinión, el Prado no es el Guggenheim, ni el Kursaal. No es, como ya se ha explicado, un proyecto de Moneo, y aunque el arquitecto navarro es el que mejor puede decorar el dislate, eso no significa que no pudiese llevar a término una obra mucho más digna si se levantaran las limitaciones establecidas por el Patronato en las malhadadas bases del concurso.

En el proyecto que sirvió de espoleta para el mismo, el entonces conservador del museo, el arquitecto Francisco Partearroyo, proponía con más cabeza que mano crecer hacia el norte, y acaso por ello esta posibilidad fue vedada en el concurso ulterior. Pero muchos de los participantes violentaron las bases del mismo para seguir el camino trazado por la topografía y por la historia, y el propio proyecto fuera de concurso de Norman Foster desarrollaba esta vía con gran brillantez. Foster sabe por su experiencia en el Reichstag berlinés que los edificios acaban siendo lo que quieren ser, y en la sustitución allí del dosel por la cúpula el arquitecto británico no hizo sino dejarse llevar por la lógica de la construcción y la memoria. El Prado es nuestro Reichstag y, si finalmente le dejan, Rafael Moneo haría bien en escuchar las voces del lugar, que ojalá le conduzcan del cubo a la tapa, y del claustro al hoyo.


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