¿Por qué me siento mal?
La botadura en Madrid del hotel Puerta América marca un hito agridulce en el uso de las estrellas de la arquitectura como reclamos comerciales.
Me dicen en el periódico que conviene ocuparse del Puerta América, un hotel madrileño que ha encargado la decoración de cada una de sus plantas a un arquitecto diferente, y que fue presentado el pasado 19 de enero con gran fanfarria mediática. El edificio, que se levanta en la Avenida de América junto a las Torres Blancas de Sáenz de Oíza, no está todavía terminado, así que su botadura ha sido esencialmente una operación de marketing para rentabilizar la intervención en su diseño de un nutrido grupo de estrellas internacionales, que participaron en la presentación explicando sus intenciones. Vaya por delante que su arquitectura es de una trivialidad insufrible —un núcleo de ascensores que articula dos alas de doce plantas con habitaciones a ambos lados del pasillo—, apenas enmascarada por Jean Nouvel con un forro de toldos de colores con frases poéticas que parece un mural de escuela infantil, y las declaraciones de sus promotores —una cadena hotelera que dice haber concebido su buque insignia como «un manifiesto cultural donde están presentes diferentes culturas, creencias y razas»— tan pomposas que suscitan hilaridad. Sin embargo, la notoriedad de los personajes involucrados ha conseguido para el proyecto una cobertura extraordinaria (en El País se le dedicó una página de la sección de cultura el jueves 20, ‘Un hotel de 18 estrellas’; apareció también, generosamente ilustrado, en el suplemento Propiedades el viernes 21, ‘Un hotel de locos’; y en el suplemento El Viajero el sábado 22, ‘En el hotel con Foster y Zaha Hadid’, destacando a los dos únicos premios Pritzker del llamado dream team, que por cierto faltaron a la cita promocional), de manera que no cabe dudar de su interés periodístico. ¿Por qué, entonces, me siento mal?
La botadura en Madrid del hotel Puerta América marca un hito agridulce en el uso de las estrellas de la arquitectura como reclamos comerciales.
El alcalde Alberto Ruiz-Gallardón compareció en la presentación para dar su apoyo a un proyecto que refleja «lo que Madrid es y quiere ser», felicitándose también de que la ciudad sea «capital de la arquitectura mundial», y elogiando tanto la diversidad de los participantes como la excelencia emprendedora de una iniciativa que, con una inversión de 75 millones de euros, añade 342 habitaciones a la dotación hotelera de la capital española, una de las asignaturas que serán sometidas a examen por el Comité Olímpico Internacional al decidir la sede de los Juegos de 2012. Desde luego, la heterogeneidad de los proyectos de interiorismo ofrece una tematización de las plantas —no muy diferente de los hoteles de vacaciones donde se puede elegir la suite Versalles o el rancho tejano, la cabaña polinesia o el refugio tirolés— que singulariza la instalación en una economía de oferta; los toldos de color naranja al borde de la autopista que une el aeropuerto de Barajas con el centro de la ciudad señalarán «el hotel de los arquitectos», y un lugar además que requerirá múltiples visitas —«todavía no me he quedado en la planta Zaha»— para agotar la experiencia. (En sus memorias de promotor, el recién recasado Donald Trump explicó convincentemente las ventajas de la notoriedad, referidas en su caso a las oficinas: «los edificios de moda diseñados por arquitectos de moda se alquilan antes»). Por otra parte, el negocio hotelero es sustancialmente un negocio inmobiliario y, si bien se piensa, no otra cosa es una apuesta olímpica: existe una evidente sinergia entre el proyecto y las ambiciones madrileñas de albergar los Juegos que rubrica su interés político. ¿Por qué, de nuevo, me siento mal?
El nuevo hotel madrileño, forrado por Nouvel con toldos de colores que llevan inscritas frases sobre la libertad en varios idiomas, se levanta en la avenida que une la ciudad con el aeropuerto, junto a las Torres Blancas de Oíza.
Hotel-museo y museo-hotel fueron los hiperbólicos términos que usó en el acto la directora de Arco, Rosina Gómez-Baeza, para describir lo que para ella es un «crisol de culturas y símbolo de la libertad creativa». En este club-sandwich de interiorismos de autor no hay mucho lugar para la fusión o la mezcla, así que las metáforas de la familia crisol-coctelera parecen inapropiadas; diferente es la libertad creativa del menú-degustación o la tabla de quesos, aunque aquí se presente en la variedad repostera de la tarta de pisos o el pastel hojaldrado. Libertad es, en efecto, la palabra clave del proyecto, y fragmentos en distintos idiomas del poema de Paul Éluard con ese título se inscriben sobre los toldos con caligrafía escolar, para que a ningún visitante le pase inadvertido el lema del empeño. Poco importa que el poema de 1942 fuera un texto político, lanzado desde el aire sobre la Francia ocupada, y cuya estructura salmódica, que facilita la memorización, tuviese el propósito de convertirlo en un instrumento de movilización emocional en la lucha antifascista; aquí se ha transmutado, con frívola prestidigitación, en un emblema de la libertad artística en su acepción más banal, la ausencia de reglas y la extravagancia pintoresca. En esa línea sonriente, Nouvel extiende el discurso libertario al terreno sexual, y dice haberse inspirado en La maja desnuda para crear escenarios de «libertinaje», lo mismo que su colega británica Kathryn Findlay asegura facilitar con sus diseños «el sueño y el orgasmo». Sea un hotel-museo como quiere la directora de la feria de arte contemporáneo o una partouze como las que describe Catherine Millet, esta babel orgiástica de estrellas de la arquitectura y de la moda tiene un interés artístico palmario. ¿Por qué, en suma, me siento mal?
Al cabo, lo que importa no es tanto el aval periodístico, político o artístico como el hecho incontestable de que un puñado de arquitectos de talento constatado se preste a intervenir en un proyecto de esta naturaleza. No es suficiente argumentar que es un trabajo más, presumiblemente bien pagado —aunque los honorarios no se han desvelado por razones de confidencialidad—, y que quizá conduzca a otros encargos —Foster, por ejemplo, ha declarado que construirá en Londres un hotel de la cadena, con un presupuesto de 172 millones de euros que incluye un edificio residencial anejo, y es probable que existan otros compromisos o promesas—. Sin duda, el problema no reside en el interiorismo, una forma de ejercer la arquitectura que muchos de los participantes han practicado con éxito, y ni siquiera en el exteriorismo —usando el término que Frank Lloyd Wright empleaba para denostar a Richardson—, aquí encomendado a Nouvel como especialista en carrocerías y capotas —además de autor de hoteles excelentes—, y que, por ejemplo, Albert Viaplana practicó sin reproche en el Hilton de la Diagonal barcelonesa. Tampoco cabe atribuir el malestar al propio proyecto hotelero, que si bien tiene tendencia a deslizarse hacia la fantasía descosida tipo Morris Lapidus o Disney, ha dado obras de rigor ejemplar como el SAS de Arne Jacobsen, y edificios innovadores en lo tipológico como los hoteles-atrio de John Portman, además de interiores tan refinados como los de Andrée Putnam o los de Philippe Starck para Ian Schrager —que también encomendó un proyecto finalmente no ejectuado a Rem Koolhaas con Herzog y de Meuron—. Si me siento mal las razones son otras.
No soy capaz de asumir que el autor del recién terminado viaducto de Millau —una obra maestra de la ingeniería y un nuevo símbolo de Francia— deba ocuparse de la segunda planta de una construcción tecno-cutre. No me gusta saber que el autor del proyecto de reordenación de la Museumsinsel berlinesa —un delicado ensamble de arquitecturas históricas y lacónicas piezas contemporáneas— participa en esta atropellada cabalgata promocional. No quiero aceptar que el autor del monasterio de Novy Dvur en la República Checa —un depurado ejercicio de ampliación que rivaliza en austeridad con la obra cisterciense— necesite intervenir en esta feria abigarrada y excesiva de diseñadores y modistos. Y más allá del trío británico y exacto de Foster, Chipperfield y Pawson, quizá nada me incomoda tanto como el uso infantiloide de la anáfora heroica de Paul Éluard al servicio de estos pequeños libertinajes publicitarios. A quien alumbró la idea habría que preguntarle, como en su día preguntaron a McCarthy, ¿es que no tiene usted ninguna vergüenza?
En el interiorismo del hotel ha intervenido un nutrido grupo de estrellas internacionales, entre las que se ha repartido tanto el diseño de las zonas comunes como el de las habitaciones y sus corredores de acceso.
Es verdad que la familia Pritzker concede el premio que lleva su nombre sin mejorar significativamente la calidad de la arquitectura en la cadena de hoteles que posee, y no es menos cierto que los arquitectos han ingresado sin pudor en el famoseo del lujo y de la moda: ni los hoteleros-mecenas ni los arquitectos-estrella están a resguardo del reproche en este tango de la propaganda y el diseño que ha tenido en Madrid su último episodio. Pero los que escribimos en los periódicos haríamos bien en escuchar las palabras de despedida de la Defensora del Lector de El País, Malén Aznárez, que ante la creciente falta de credibilidad de los medios de comunicación en el mundo recomienda seguir el consejo de un redactor de The Washington Post, Howard Kurtz: «Go back to the future. Volvamos a escribir sobre injusticias y ultrajes, a contar lo que las autoridades no quieren que se sepa... recuperemos el gusto por la buena escritura, y neguémosnos a llenar los periódicos de conferencias de prensa». Que así sea..