Las cuatro estaciones del año después

Las cuatro estaciones del año después

Luis Fernández-Galiano 
01/01/1994


Tras las pasiones encontradas del 92, éste ha sido un año de resaca, perfil bajo y dramas habituales. El año emblemático del V Centenario podría haberse resumido con cuatro siluetas robustas en cuatro grandes ciudades españolas: el pulpo de acero proyectado por Frank Gehry para el Museo Guggenheim de Bilbao; el arpa gigantesca del puente de Santiago Calatrava en Sevilla; la aguja tensa y elegante de la torre de comunicaciones de Norman Foster en Barcelona; y las torres inclinadas de KIO, una desafortunada obra de Philip Johnson y John Burgee en Madrid. Un proyecto, dos realizaciones y una obra inacabada que tenían en común la voluntad de inscribirse en los perfiles urbanos más característicos del país.

En contraste, el año recién terminado puede recorrerse a través de cuatro viñetas aristadas en cuatro pequeñas ciudades: la Fundación Pilar y Joan Miró de Rafael Moneo en Palma de Mallorca; el Palacio de los Deportes de Enric Miralles en Huesca; el Teatro Romano de Giorgio Grassi y Manuel Portaceli en Sagunto; y el Centro Gallego de Arte Contemporáneo, construido por Alvaro Siza en Santiago de Compostela. Dos museos, un accidente y una polémica han marcado las cuatro estaciones profesionales y estéticas de un año que ha diluido el protagonismo hacia los márgenes, chapoteando en un malestar difuso y en una incertidumbre desorientada.

Moneo, un invierno en Mallorca

El invierno comenzó en una isla tibia y literaria, donde Rafael Moneo acabó un museo de planta estrellada para albergar la obra de Miró, cuyo centenario se celebraría durante el año con exposiciones en Madrid, Barcelona y Nueva York. Para el arquitecto éste ha sido un año especialmente afortunado, con la terminación de su propia casa en la misma Mallorca, la inauguración de su primera obra americana, el Museo Davis en Wellesley, y la noticia feliz de la venta definitiva a España de la colección Thyssen, cuyos ochocientos lienzos habitarán indefinidamente en la rosa atmósfera quieta del Palacio de Villahermosa, que tan hermosamente renovó Moneo en 1992.

En el Museo de Arte Moderno de Nueva York expuso, además de Miró, Santiago Calatrava, cuya ingeniería escultórica ha recibido así una consagración internacional que, unida a su triunfo en algunos concursos, han hecho de este valenciano con oficinas en París y Zurich el arquitecto del año.

La primavera oscura de Miralles

Abril fue cruel para el más admirado talento plástico de la arquitectura joven, que vio su obra mayor derrumbarse en una fría madrugada de primavera. El expresionismo antigravitatorio del Palacio de los Deportes de Huesca arrastró en su desplome la inocencia experimental de mucha arquitectura reciente, y ha suscitado un áspero debate sobre una profesión en crisis de identidad, que durante los prósperos años ochenta recibió un caudal de confianza y libertad del que son testimonio edificios tan arriesgados y difíciles como el Centro de Gimnasia Rítmica de Alicante, terminado por el propio Miralles en 1993.

La ruina de Huesca fue el Challenger de la deconstrucción, y una irónica metáfora de un mundo fracturado por algo más que terremotos estilísticos. Las catástrofes de un siglo descoyuntado llevaron tantas arquitecturas destruidas a las portadas de los diarios —las torres gemelas de Nueva York golpeadas por el fundamentalismo islámico; la City de Londres devastada por el IRA; o los monumentos de Florencia o Roma heridos por las mismas fuerzas de disgregación que están desgarrando Italia y Europa— que las provocaciones inestables de la arquitectura deconstruida parecen comentarios triviales ante esa violencia demoledora que ha alcanzado en Sarajevo la categoría de símbolo ominoso.

El año arquitectónico de 1993 en España puede recorrerse a través de dos museos, una polémica y un accidente: la Fundación Pilar i Joan Miró en Palma de Mallorca, de Rafael Moneo; el discutido Teatro Romano de Sagunto, de Grassi y Portaceli; el malhadado Palacio de los Deportes de Huesca, de Enríe Miralles; y el Centro Gallego de Arte Contemporáneo en Santiago, de Álvaro Siza.

Un verano romano para Grassi

El arquitecto milanés pasó en Sagunto un cálido estío de juicios y polémicas. Su audaz reconstrucción del teatro romano de la población levantina suscitó debates interminables, complicadas reclamaciones jurídicas y una dramática escisión entre la sensibilidad popular ante la ruina monumental y el apoyo gremial de la inteligentsia al extremismo pedagógico de Grassi. La incierta propiedad de la memoria colectiva y el carácter sentimental del patrimonio edificado se pusieron de manifiesto en este conflicto emblemático entre la invención y la memoria.

Las convulsiones económicas, políticas y bélicas de lo que se ha llamado ‘el nuevo desorden mundial’ han hecho volver los ojos hacia certidumbres antiguas de naturaleza étnica o espiritual. La musculatura simbólica y sagrada de la arquitectura se manifestó durante el año en los nuevos edificios religiosos, de la gigantesca mezquita de Hassan II en Casablanca a la nueva catedral de Managua proyectada por el mexicano Ricardo Legorreta, pasando por la consagración de la finalmente terminada catedral madrileña por el papa Juan Pablo II.

Siza y el otoño del patriarca

El otoño jacobeo trajo, como un fruto tardío y luminoso, la inauguración en Santiago de Compostela del Centro Gallego de Arte Contemporáneo, un edificio blanco y quebrado del maestro portugués que fue el mejor resultado arquitectónico del año del Apóstol, un año electoral en España y en Galicia que rubricó la continuidad de dos políticos patriarcales e incombustibles, Felipe González y Manuel Fraga, supervivientes acorazados del desprestigio de lo público y el desgaste de las convenciones representativas.

El año termina con las imágenes aceleradas del primer edificio de Zaha Hadid, la estación de bomberos de Vitra en Weil-am-Rhein, o del último de Jean Nouvel, el Palacio de Congresos de Tours, hormigones veloces y aceros bruñidos que transmiten un mensaje enmadejado, vertiginoso y crepuscular, figuraciones construidas de un mundo móvil, inaprehensible y cambiante, que nos arrastra en su estela enmarañada e incontrolable hacia un ocaso de neón y un turbio invierno de silencio. 

En 1993, los españoles Rafael Moneo y Santiago Calatrava terminaron sus primeras obras norteamericanas: el Museo Davis en el Wellesley College, y la galería comercial BCE Place en Toronto. 


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