Opinión 

La belleza convulsa

Enric Miralles ante el desplome de Huesca

Opinión 

La belleza convulsa

Enric Miralles ante el desplome de Huesca

Luis Fernández-Galiano 
23/04/1993


Tuvo que ser trece y martes. A las cuatro de la madrugada cedió uno de los cables que sostenían la cubierta del Palacio de los Deportes de Huesca, y poco más tarde el edificio era un amasijo informe de hierros. La primera obra importante del arquitecto joven español de más talento plástico se desplomó sin causar víctimas; pero entre los restos del siniestro, más similares a una catástrofe ferroviaria que a una ruina arquitectónica, quedó enterrada la inocencia experimental, lírica y audaz de Enric Miralles, que ha perecido bajo los escombros fríos de una obra abrasada.

El barcelonés, a sus 37 años, ha vivido su noche más triste en un momento crucial de su meteórica carrera. Admirado por los estudiantes y reconocido por los círculos vanguardistas internacionales, Miralles enseña simultáneamente en Harvard, Frankfurt y Barcelona; tras haber cimentado su prestigio en un puñado de pequeñas intervenciones, intensas e inspiradas, además de pródigamente difundidas, al joven arquitecto le había llegado el momento de los grandes encargos: el mayor de ellos se ha derrumbado con estrépito en este abril cruel.

Expresionismo plástico

Después de un periodo de aprendizaje en el estudio de los catedráticos de la Escuela de Barcelona Helio Piñón y Albert Viaplana, Enric Miralles se asoció con su entonces esposa Carme Pinos, y juntos diseñaron media docena de obras que obtuvieron un reconocimiento crítico instantáneo. Dibujadas repetidas veces en planos exquisitos y herméticos, y representadas persuasivamente a través de maquetas delicadas y sensuales, las pequeñas construcciones de la pareja de arquitectos manifestaban una pasión vigorosa y optimista, inagotablemente inventiva, e irremediablemente seductora.

Entendidas como abstractas esculturas urbanas, sus cubiertas en la plaza Mayor de Parets del Vallés son construcciones rotundas de madera y acero desordenadas por un vendaval inmóvil; de forma no muy distinta, sus pérgolas en la Avenida Icaria de la nueva Villa Olímpica barcelonesa semejan árboles metálicos doblegados por una tempestad y desmantelados por la violencia de las tormentas costeras. En ambos casos, el motivo funcional del porche o la pérgola se utiliza al servicio de un expresionismo plástico y dinámico, que emplea un repertorio formal de líneas diagonales, planos inclinados e inesperadas curvas.

Sus remodelaciones de edificios existentes introducen en recintos con frecuencia triviales la misma intensidad y vehemencia expresiva. La transformación de una fábrica en Badalona para albergar el colegio La Llauna —que les valió el Premio FAD de interiorismo de 1989— se realizó articulando el edificio con rampas y escaleras de aspecto maquinista que enfatizan el movimiento interior y trasladan a la escuela el lenguaje áspero de la calle. En el centro social La Mina, en Barcelona, una escenografía de planos oblicuos y altillos precariamente sostenidos contrasta con el dinamismo gestual de las curvas que se prolongan hasta el exterior del neutro edificio rectangular rehabilitado por los arquitectos.

Ese desbordamiento de la magia interior se manifiesta también en la única obra madrileña de Miralles —realizada ya tras su separación de Pinos—, la remodelación de un bajo de la calle O’ Donell para sede del Círculo de Lectores, que expresa ya en la fachada la colisión azarosa y la tensión inestable de los espacios interiores. Aquí, el aprovechamiento teatral de un local vulgar y tortuoso alcanza su paroxismo, con una sucesión de palcos colgados, tribunas suspendidas y escaleras ingrávidas que componen un escenario encantado para las exposiciones, conferencias y presentaciones de libros.

Pero donde las dotes plásticas y escultóricas de los arquitectos se han podido expresar con mayor libertad, vigor y elocuencia ha sido en los vestuarios del Tiro con Arco —en las instalaciones olímpicas del Valle de Hebrón en Barcelona—, un conjunto coreográfico de elementos de hormigón diseñados con características curvas y quiebros que se adapta a los taludes del accidentado terreno y, sobre todo, en el cementerio de Igualada, probablemente la obra más significativa de los autores, que explora también las posibilidades de los desniveles y muros de contención.

Con el cementerio, cuyo proyecto data del concurso ganado por la pareja en 1985, y cuyas obras se han desarrollado desde 1988 en graduales fases sucesivas, Miralles y Pinos han construido uno de los paisajes más evocadores, emocionantes y dramáticos de la arquitectura contemporánea española. El modelado de la colina en terrazas y el trazado de los recorridos procesionales dan al conjunto una intensidad arcaica que se alimenta de la fuerza violenta y la plasticidad naturalista de las hileras de nichos de hormigón y el flujo detenido de los troncos aleatoriamente embebidos en el pavimento.

Los planos y las imágenes de obra del Palacio de los Deportes de Huesca reflejan claramente la estética inestable y la poética deconstructiva de Enríe Miralles.

Tras el conmovedor cementerio de Igualada, y por encima del centro cívico de Hostalets o el pabellón de gimnasia rítmica de Alicante, el Palacio de los Deportes de Huesca debía haber sido —y acaso aún todavía sea— la obra que señalase la definitiva madurez arquitectónica de Enríe Miralles. Sobre el terreno modelado para formar el gran cráter de las gradas, una cubierta suspendida de ocho cables de acero cubría el recinto soportando los lucernarios ondulados y las instalaciones. Esa carpa rizada que constituía el rasgo más característico del proyecto es la que hoy escombra las pistas y eriza las polémicas.

Estética inestable

Al margen de que los peritajes técnicos diluciden las responsabilidades materiales y jurídicas, la gran tragedia de Miralles es que la naturaleza inestable de su estética constructora le hace el responsable poético y artístico. Su exaltación del equilibrio precario y su celebración de la percepción insegura a través de una arquitectura de curvas tensas y planos inclinados le convierten en el culpable simbólico, y no hay que ser muy agudo para adivinar que, en las agrias discusiones que se avecinan, muchos lo condenarán sin juicio, emborronando la responsabilidad material con la responsabilidad estética.

Aunque en Cataluña se ha relacionado su inventiva formal con la del modernismo de Gaudí o Jujol, lo cierto es que Miralles se vincula más bien con una amplia corriente de jóvenes arquitectos de vanguardia que se inspira en el expresionismo técnico de los constructivistas rusos de los años veinte y en las formas surreales, juguetonas y optimistas de los años cincuenta. El romanticismo antigravitatorio de muchos de aquellos proyectos, producto de los sueños revolucionarios o de las fantasías de la sociedad de consumo, se difundió especialmente a partir de una exposición que reunió a los más notorios de ellos en el Museo de Arte Moderno de Nueva York durante el verano de 1988.

La exposición se llamaba ‘Arquitectura deconstructivista’, y lanzó a la fama, arropados por los veteranos norteamericanos Frank Gehry y Peter Eisenman, a un grupo de jóvenes cosmopolitas de gran talento gráfico —los vieneses de Coop Himmelblau, la iraquí Zaha Hadid, el holandés Rem Koolhaas, el suizo Bernard Tschumi y el polaco Daniel Libeskind—. Cinco años después, y acaso en consonancia con el paradójico título de la muestra, la mayor parte de estos prometedores arquitectos no han construido sino pequeñas folies, restaurantes y reformas de áticos. No es éste el caso de los deconstructivistas españoles, que se han beneficiado de una etapa de dinamismo económico y receptividad pública ante el experimentalismo artístico.

En ese marco de menguadas realizaciones internacionales, el Palacio de los Deportes de Huesca era probablemente la más ambiciosa obra levantada en sintonía con el espíritu intranquilizador, caligráfico y lírico de la deconstrucción, y su desplome constituye una catástrofe también para el futuro de la corriente artística. La testaruda represalia de las tenaces leyes naturales son un acto de justicia poética contra una arquitectura que se ha descrito como ‘perfección violada’, y que ha celebrado con sus formas la ruptura, ha fingido la inestabilidad y ha remedado la fragmentación.

Al propio tiempo, el derrumbamiento simboliza un fracaso del espíritu frente a la materia, una derrota de la voluntad de innovación frente a la convención constructiva, y un naufragio de la libertad frente a la costumbre. Enríe Miralles habrá envejecido diez años en una noche, y su arquitectura y él mismo habrán perdido para siempre la inocencia. Huesca ha sido el ‘Challenger’ de la deconstrucción, y la sociedad tiene derecho al esclarecimiento de las responsabilidades. Pero nada podrá detener la voluntad del espíritu humano de forzar los límites de lo posible en las ciencias y en las artes. Son juegos peligrosos y serios, donde no cabe el azar supersticioso ni la inocencia obscena. En este fin de siglo, la belleza es convulsa y el artista culpable. 


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