La arquitectura transita del destello a la desnudez. Tanto la devastación económica de la crisis como el deterioro simbólico de las obras mediáticas han propiciado la emergencia de una nueva actitud material e intelectual. Frente al resplandor deslumbrante de las arquitecturas de la social-opulencia —de los grandes aeropuertos o museos hasta las plazas y bares de diseño—, las generaciones más jóvenes practican el alfabeto de la contención y de la sencillez. Obligados por la inevitable austeridad de los presupuestos públicos y privados, pero movidos también por el empeño ético en construir sólo lo necesario, estos nuevos arquitectos persiguen la pertinencia en el despojamiento de lo accesorio, la continuidad con lo existente y la atención renovada al medio ambiente, el clima y la energía. Modestas en sus dimensiones y ambiciosas en su propósito, las obras de esta generación marcan un camino de exigencia y rigor.
Surgida de forma simultánea en diferentes focos peninsulares de cultura arquitectónica, quizá es precisamente en Cataluña donde esta corriente ha alcanzado antes una masa crítica, con un conjunto de equipos y despachos que —por más que diversos en su lenguaje y dispersos en sus realizaciones— comparten una aproximación pragmática al ejercicio profesional, eligen con realismo tanto los materiales como los procesos constructivos y expresan sus intenciones estéticas con sensibilidad en sordina. Atentos a la historia estratificada en los entornos urbanos o rurales donde se insertan, y dispuestos a utilizar las huellas del tiempo en las construcciones o en los paisajes, estos proyectos de bajo perfil y altas intenciones saben reconciliar la deferencia hacia los que les han precedido con la voluntad de redactar con elegancia, imaginación y talento las páginas atribuidas a la generación que comparten en el libro del territorio, la ciudad o la casa.
Lejos ya el estallido de la última burbuja, e inmersos en un proceso de recuperación económica y dinamismo constructivo que ojalá no perturben las tormentas políticas y las tribulaciones sociales, estos proyectos escuetos deberían servir de brújula para orientarnos en un tiempo nuevo, que no debería reproducir los peores errores y excesos del pasado ciclo expansivo. Sustituyendo el fulgor ostentoso de las joyas por el brillo sosegado de la piel, en estas arquitecturas habita una promesa de felicidad sostenible, y su empleo frecuente de los más humildes materiales cerámicos trae a la memoria el sensato uso del ladrillo por la generación madrileña de 1925, que frente al inmaculado blanco racionalista defendían una construcción ‘razonable’. La admirable depuración de la más reciente arquitectura catalana es desde luego razonable, y digna también de emulación en su exacta mudanza del destello del espectáculo a la desnudez disciplinar.