La dana de Valencia ha golpeado con violencia el territorio y las conciencias. Por un lado, nos recuerda el fracaso en la moderación del cambio climático, que está haciendo más frecuentes e intensas las catástrofes meteorológicas; por otro, nos enfrenta al desafío de prevenir mejor estos fenómenos mediante las infraestructuras y el urbanismo. Una semana antes de esa trágica gota fría, las Naciones Unidas hacían público su último informe sobre las emisiones de gases de efecto invernadero, constatando que siguen creciendo y que hemos perdido una década desde el Acuerdo de París de 2015, lo que hace inviable el objetivo de un aumento de temperatura de 1,5ºC y alimenta el escepticismo sobre la próxima cumbre del clima en Bakú. Ante esa impotencia, no cabe sino adaptarnos a un entorno más hostil y extremo mediante la planificación territorial y la construcción de infraestructuras que limiten los daños, evitando la indisciplina urbanística que ha permitido la ocupación de barrancos y zonas inundables, pero a la vez aceptando que la naturaleza que habitamos no es hoy sino una colosal creación artificial.
Estamos acostumbrados a entender nuestro planeta como una superposición de esferas diferentes: la litosfera, la hidrosfera, la criosfera, la atmósfera y la biosfera; las rocas, el agua, el hielo, el aire y los seres vivos que interactúan desde hace millones de años. A estas esferas cabe añadir la formada por la acción antrópica en tiempos recientes, que el geólogo estadounidense Peter Haff, de la Universidad de Duke, denominó ‘tecnosfera’, y cuyo peso fue estimado en unos treinta billones de toneladas por otro geólogo, el británico de origen polaco Jan Zalasiewicz, de la Universidad de Leicester. En buena medida, la tecnosfera está formada por el territorio urbanizado y las infraestructuras de transporte, pero también por las instalaciones de generación de energía o producción de alimentos, además de todo tipo de máquinas. Como argumentan los científicos que han acuñado el concepto, la tecnosfera es en su dimensión actual un parásito de la biosfera que trastoca la habitabilidad de la Tierra, a través de la extinción de especies, el cambio climático y la alteración química de los océanos.
Pese a ello, la tecnosfera es esencial para nuestra supervivencia, y difícilmente podría alimentarse la humanidad sin los fertilizantes artificiales que provienen de la síntesis del amoníaco, o alojarse en ciudades densas y compactas sin utilizar los materiales y la energía que tienen origen en la Revolución Industrial. Quizá no podamos hacer demasiado por impedir que el Mediterráneo de Sorolla se caliente aumentando la energía que finalmente provoca explosiones meteorológicas, pero cabe preguntarse cuáles habrían sido las consecuencias de la reciente dana si el cauce del Turia no se hubiese desviado apartándolo de la ciudad de Valencia, o si no se hubieran levantado los embalses que regulan el caudal de tantos ríos. Muchas de estas obras violentan la naturaleza, y son a menudo polémicas, pero sin rechazar la utilidad de los estudios de impacto debe subrayarse la necesidad de intervenir en el territorio para protegernos del azar de las catástrofes. El caos en la tecnosfera no proviene de su naturaleza artificial, sino de la escasa inteligencia humana empleada en su conformación preventiva.