El paisaje de la zona cero es el grado cero del pensamiento. En el emplazamiento de las Torres Gemelas no hay ruinas, sino escombro y chatarra: el 11 de septiembre demolió también las certidumbres de la arquitectura para dejar un panorama de fragmentos inconexos. Esta tabula rasa no es una pizarra borrada, ni un solar despejado de huellas y contexto: es un paisaje desolado e inhóspito donde no se levantan construcciones de ideas. En las postrimerías del siglo pasado, la deconstrucción procuró descomponer las arquitecturas estables y autocomplacientes con recelos teóricos y geometrías fracturadas; en el umbral del XXI, una catástrofe material y moral ha desvencijado los edificios mentales de los arquitectos, reduciendo a esquirlas su utillaje intelectual. El pragmatismo estaba listo para tomar el relevo, suministrando un soporte ideológico a la americanización amable del mundo que la fotografía documenta con deslumbrante elocuencia visual; y el paisajismo se aprestaba a su vez a colonizar el dominio público, domesticando la musculatura silvestre de la globalización económica. Pero los Boeing 767 de MohamedAtta y sus compañeros han incinerado esas perspectivas de renovación teórica.

La socialdemocracia populista de Richard Rorty, con su advocación liberal de utopías banales frente al ascetismo sacerdotal y snob de la intelligentzia europea, conducía directamente a la trivialidad bienintencionada y consumista del nuevo urbanismo americano como plácido y pacífico modelo planetario; y la abstracción estetizante de los nuevos paisajes anglosajones, mediterráneos y centroeuropeos se ocupaba de glasear con perfume vanguardista el desesperado desorden de las periferias construidas por las infraestructuras del transporte y la extensión unánime de la individualidad automóvil. Neopragmatismo y neopaisajismo se proponían como fórmulas, superficialmente alternativas y secretamente coincidentes, para enfrentarse a la ocupación acelerada del territorio por la efervescencia económica de la prosperidad occidental: un sociologismo de cuño tecnocrático, carenado aerodinámico y espíritu expeditivo instalaba el optimismo inocente de los años cincuenta en una conciencia arquitectónica encantada de poder desprenderse del nihilismo criptoteológico de los nietos de Nietzsche y los hijos de Heidegger, que durante las tres últimas décadas han monopolizado el debate de las ideas.

Tras el 11 de septiembre, la conversación entre pragmatismo y paisajismo desplaza sus referentes a terrenos más ásperos, así como a espacios sociales y físicos aún no descritos por el registro visual contemporáneo. El abandono de Foucault, Derrida o Deleuze no conduce a Peirce, James o Dewey, y el pesimismo antropológico arrojado por la puerta vuelve a entrar por la ventana en una encarnación más ominosa y autoritaria, la que lleva de Hobbes a Carl Schmitt. El endurecimiento súbito del mundo muestra la ingenuidad de las loas al mercado que se sitúan en la estela del management, fingiendo ignorar la crisis del capitalismo popular que han abierto el estallido de la burbuja bursátil y el fraude de Enron; y muestra también el cinismo de la aceptación dócil de la moda como estructura vertebral de las instituciones y ámbito privilegiado de lo público, en la fórmula popularizada por el eje Guggenheim-Koolhaas-Prada. La gigantomaquia de Manhattan ha aplicado el Abbau del filósofo de la Selva Negra al emblema americano de la técnica, y la teofanía cruel del 11-S ha hecho heideggerianos el ser y el tiempo de nuestro mundo, dejando como único paisaje teórico los escombros de la zona cero.



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