Opinión 

La vida eléctrica

Después del gran apagón

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La vida eléctrica

Después del gran apagón

Luis Fernández-Galiano 
01/05/2025


© Borja Sánchez-Trillo / EFE

Con el gran apagón del 28 de abril, los españoles vivieron un lunes al sol. La paralización de la actividad, de los transportes y aun de las telecomunicaciones nos hizo súbitamente conscientes de la fragilidad de las estructuras técnicas que sostienen nuestra vida eléctrica, mientras el comportamiento cívico de la población mostró la resiliencia de nuestra organización social. Durante el mes de mayo, la reacción tanto del Gobierno como de la oposición, más atentos a asignar culpas que a analizar serenamente los fallos y disfunciones del sistema

—con declaraciones tan contradictorias como «no sabemos qué ha pasado, pero no volverá a ocurrir»—, trajeron a la memoria los estériles cruces de reproches ante la catástrofe provocada por la dana, y evidenciaron el deterioro de las instituciones y el clima político. Cegados por la polarización y ayunos de referencias intelectuales o éticas, nos enfrentamos a un entorno geopolítico extraordinariamente cambiante e incierto sin que se haya alcanzado un consenso racional sobre las grandes cuestiones que afectan a nuestro futuro colectivo, del colapso demográfico o los flujos migratorios al modelo económico o el suministro energético.

En el ámbito de la energía, las posiciones ante las renovables, los combustibles fósiles o las nucleares han sido más ideológicas que pragmáticas, y tanto el ritmo de la descarbonización como los riesgos asociados al proceso —evidenciados dramáticamente por el apagón— se han abordado desde trincheras dogmáticas que impiden un debate devenido urgente por las convulsiones del mundo. Nos enfrentamos a la fractura del sistema de normas comerciales y diplomáticas hasta ahora vigente, el ascenso por doquier de los populismos autoritarios, y el creciente riesgo de que los actuales conflictos bélicos se multipliquen y extiendan. Y cuando la prosperidad, la libertad o la paz no pueden ya darse por supuestas, el logro de un consenso nacional sobre la manera más eficaz de suministrar energía a las empresas, los transportes o los hogares se hace imprescindible, porque no es fácil que esta sea a la vez limpia, segura y asequible, y ello conlleva decisiones que afectan tanto a las instituciones económicas y políticas como a nuestro alineamiento internacional.

El apagón ha afectado a la potencial inversión en renovables, a la posible extensión de la vida útil de las nucleares, y a la renovada exigencia de mejorar las redes de distribución y la capacidad de almacenamiento que requiere nuestro mix energético, donde tan importante papel tienen los parques eólicos y las granjas solares. Pero el accidente ha puesto también de relieve el papel esencial de las centrales hidráulicas y su eficaz uso del agua bombeada a estanques superiores como método de acumulación energética que prescinde de baterías, o el de las térmicas de ciclo combinado, pese a su dependencia de un suministro de gas con múltiples incertidumbres geopolíticas. Y a todo lo anterior se une la proliferación de centros de datos por el auge de la inteligencia artificial, que está incrementando aceleradamente una demanda de energía que, si en el mundo asciende ya a 500 TWh, en España está en torno a los 6 TWh, una cifra que crecerá significativamente —hasta 12 TWh en 2030 y 26 TWh en 2050— con las muchas instalaciones proyectadas. Nuestra vida eléctrica no es barata, y por desgracia tampoco segura siempre.


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