Opinión  Infraestructura y urbanismo 

Catalunya, Catalunya

Ordenación del territorio y política regional

Opinión  Infraestructura y urbanismo 

Catalunya, Catalunya

Ordenación del territorio y política regional

Luis Fernández-Galiano 
16/10/1999


Si solo votasen los arquitectos, Pasqual Maragall ganaría de calle. Pocos políticos, en efecto, tienen una hoja de servicios a la calidad de la arquitectura tan distinguida como el antiguo alcalde de Barcelona. Bajo su mandato, la ciudad adquirió un prestigio en el mundo que tiene pocos precedentes, y la Barcelona olímpica del urbanismo y el diseño se convirtió en una meca del turismo arquitectónico. Cuando el Royal Institute of British Architects concedió su medalla de oro a Barcelona (la primera vez en su historia centenaria que el premio no distinguía a un individuo sino a una ciudad), la única discusión en el jurado fue si el galardón debía personalizarse en Maragall o, como finalmente ocurrió, en todos los alcaldes y responsables urbanísticos de la última etapa.

La nave Simón de Olot (arriba) y el Jardín Botánico de Barcelona (abajo) muestran cómo la modernización económica es compatible con la calidad visual del entorno.

Curiosamente, el fervor cosmopolita de Maragall por la arquitectura es censurado por los partidarios de Jordi Pujol, que consideran al ex-alcalde un candidato de diseño, demasiado snob y demasiado viajero. La página web de Pujol invita a buscar a Pasqui en Roma o Nueva York, en Francia o en Madrid, situándolo siempre fuera del oasis feraz de Cataluña, y poniendo en su boca un desconocimiento del país profundo, mientras «de ciutats guais i dissenyades en sé més que el Mariscal». Pero esa desautorización de Maragall por su asociación a Cobi resulta poco convincente en la perspectiva de un president que, sintiéndose marginado del protagonismo olímpico, intentó hacer caja electoral con la aventura populista de Port Aventura, un parque temático que inaugurarían el alpinista Pujol y la paracaidista Ferrusola deslizándose intrépidos por la montaña rusa del Dragón Khan. La experiencia tuvo sobresaltos, como los causados por Javier de la Rosa cuando aún se llamaba Tibigardens, pero estableció la norma de que no hay presidente autonómico que se precie sin su parque temático, y así siguieron Chaves con Isla Mágica, Zaplana con Terra Mítica, Gallardón con el Hollywood de la Warner en San Martín de la Vega, Bono con la Ciudad de los Bosques enToledo y el Reino de Don Quijote en Ciudad Real, y hasta Rodríguez Ibarra con el sedicente parque cultural Emérita Viva.

Al cabo, Pujol los ha superado a todos, y la posterior entrada de la Universal en Port Aventura ha consolidado el parque de Tarragona como el principal competidor europeo del Disney parisino. Y ello sin considerar que en Cataluña se encuentra también el más insólito parque temático disperso del planeta, la Dalilandia que triangula el Ampurdán con sus sedes en Figueres, Púbol y Portlligat. Pujol, que tiene un cierto desparpajo daliniano en la expresión y un gusto algo surreal en sus apariciones públicas, defiende en ocasiones una idea de Cataluña que en su caricatura identitaria se asemeja a un parque temático de sí misma. Semejante a la reserva etnográfica que Albert Boadella satirizara como M-7 Catalonia, la Cataluña convergente ha hecho compatible el nacionalismo cultural con la glotonería municipal de sus concejales promotores, y ese matrimonio non sancto entre el nacionalismo recreativo (Savater dixit) y el municipalismo inmobiliario ha degradado el paisaje hasta extremos que ofenden a todos los que aman Cataluña.

El único proyecto del británico Norman Foster construido en la ciudad condal, la torre de Collserola se incorporó a la silueta urbana de Barcelona con ocasión de los Juegos Olímpicos celebrados en 1992.

En la reciente ceremonia de entrega del Premio Nacional al Patrimonio Cultural que concede la Generalitat, y que por vez primera se ha otorgado a un edificio de nueva planta —la nave Simón de Olot, obra de Lluís Clotet e Ignacio Paricio—, Pujol tuvo que escuchar con gran consternación a los arquitectos lamentarse del deterioro territorial que está afeando Cataluña.Y el autor del nuevo Liceo, el arquitecto y crítico Ignasi de Solà-Morales, ha deplorado públicamente ‘el urbanismo catastrófico’ de Cataluña y la erosión del paisaje que ejemplifica el ‘abominable’ valle del Llobregat. Este resultado no es el que cabía esperar de una política de sensibilidad comunitaria que tiene en las comarcas su identidad emocional; y ya Maragall mostró en Barcelona que la modernización económica y el talante liberal no es incompatible con la calidad visual del entorno, como nos ha recordado hace poco la culminación de un fruto tardío y exquisito del fervor olímpico, el Jardín Botánico de Carlos Ferrater. En el contraste entre Baltimore y Baviera, es de justicia señalar que el ex-alcalde ha traducido sus filias americanas con más fortuna que el president su simpatía por el capitalismo bávaro.

Con todo, sería exagerado oponer un Maragall olímpico a un Pujol temático. Y en Cataluña tampoco se dirime un conflicto ‘a la gallega’ entre urbanitas y boinas, como el que enfrenta a Rajoy y Cuiña para la sucesión de Fraga. La talla de los candidatos sitúa el debate en un plano más alto, que dignifica la actividad política e incrementa la admiración que la mayoría de los españoles siente por Cataluña. La sorna ante el victimismo mercantilista de Pujol o el escepticismo ante la tercera vía gaseosa de Maragall no puede ocultar el hecho de que—una vez sacrificada la lucidez sarcástica de Vidal-Quadras en el altar propiciatorio de la última investidura— estos dos animales políticos han barrido del escenario a todos los secundarios para disputar un mano a mano que nos ha devuelto el gusto por la política como espectáculo inteligente.

El voto de los arquitectos

Las técnicas electorales norteamericanas utilizadas por Maragall —como los famosos almuerzos para empresarios a 100.000 pesetas el cubierto que tanto han criticado sus oponentes— le han conducido también a buscar el apoyo económico de las élites intelectuales y artísticas. En el caso de los arquitectos, un gran número de ellos donó croquis y dibujos para la financiación de la campaña; estas obras se sumaron a otras regaladas por artistas para exhibirse y subastarse en muestras denominadas ‘Art pel canvi’. Con firmas como EduardoArroyo, Luis Gordillo, Wilfredo Lam, Roberto Matta o Antoni Tàpies, la lista de pintores es dignamente decorosa; pero la relación de arquitectos que han apoyado al ex-alcalde con sus dibujos es sin duda extraordinaria, y lo confirma como el político más popular entre estos profesionales.

Autor del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, Richard Meier es uno de los distinguidos con el premio Pritzker que donaron sus dibujos para financiar la campaña de Pascual Maragall a la presidencia de Cataluña.

Además de la esperable presencia de toda la crema catalana, encabezada por Oriol Bohigas, Óscar Tusquets y Enric Miralles, y de una previsible representación de Madrid, donde figuran destacadamente Rafael Moneo y Juan Navarro Baldeweg, la colección de nombres internacionales se lee como un quién es quién de la arquitectura: los norteamericanos Richard Meier y Frank Gehry; los británicos Norman Foster, Nicholas Grimshaw y David Chipperfield; los italianos Francesco Venezia y Massimiliano Fuksas; los portugueses Álvaro Siza y Eduardo Souto de Moura; y el francés Dominique Perrault. Tal acumulación de talento, que llega a sumar hasta cinco galardonados con el premio Pritzker, y que incluye arquitectos sin obras en Barcelona, y por tanto sin deudas de agradecimiento con Pasqual Maragall, es tan unánime que invita más bien a preguntarse por las ausencias, desde Ricardo Bofill y Santiago Calatrava hasta Arata Isozaki o Vittorio Gregotti, que una mirada cándida hubiera esperado encontrar en la exposición.


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