La normalidad demanda la naturaleza o la regla. En una vida normal caben tanto la naturalidad como la norma, y una vivienda puede ser normal sin devenir sólo normativa. Escenario de la regularidad de los ciclos biológicos y la reiteración de los comportamientos habituales, la casa es necesariamente previsible, y su conformación arquitectónica debe ajustarse a esa condición rítmica y repetida. La costumbre de vivir y la costumbre de habitar crean secuencias de espacios y tiempos poco compatibles con la búsqueda fatigosa del azar y la sorpresa: el empeño testarudo en la innovación permanente acaba entrando en conflicto con la pereza de las formas y la tenacidad de los hábitos, porque la vida normal está pautada por la naturaleza y la convención. Los flujos metabólicos y los ritos sociales conspiran para normalizar los ámbitos de la vida, y las mejores viviendas resultan ser al cabo aquéllas que prefieren el silencio al estruendo.

En el territorio de la urbanidad contemporánea, las paralelas exigencias de espectáculo y escándalo asociadas a la visibilidad física y simbólica de los edificios singulares han acabado derramándose sobre el paisaje unánime de la residencia colectiva, y es cada vez más frecuente el uso totémico o icónico de los proyectos de vivienda. Esta desnaturalización de la sustancia anónima del alojamiento distorsiona el tejido residencial, que pasa de ser telón de fondo de las instituciones emblemáticas donde la comunidad se reconoce, a figura prominente que reclama protagonismo en el centro de la escena social, monumentalizando lo que es sólo particular y dando carácter público a lo que esencialmente pertenece al dominio privado. La vivienda que estos procesos generan es desde luego anormal, a veces subnormal, y a menudo paranormal, pero en muy pocas ocasiones adaptada al laconismo que conviene a un teatro para el esforzado oficio de vivir.

Por más que contradiga nuestras expectativas o deseos, tal mudanza de papeles entre lo público y lo privado —que los libertarios del 68 reclamaron con ímpetu, situando la revolución auténtica en la publicidad de lo íntimo y en la domesticación de lo político— ha sido plenamente consumada en la actual sociedad del espectáculo, donde lo personal se exhibe sin pudor en los medios de comunicación y donde la esfera del debate colectivo ha acabado gravitando en torno al planeta ensimismado de la experiencia cotidiana. Acaso por ello, reclamar para la vivienda la normalidad de la naturaleza o la regla resulta tan extemporáneo como lamentar la devastación de la intimidad o deplorar la privatización de lo público. Ensordecidos por el fragor del mundo, apenas prestamos atención al rumor de la vida, y el estrépito retórico de lo excepcional se impone a la música callada de lo normal, fundiendo en sombra las voces con los ecos.


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