La modernidad hizo de cada casa un manifiesto, y la historia de la arquitectura del siglo XX puede resumirse con construcciones domésticas que jalonan un itinerario de descubrimiento. Esa tradición de cristalizar las intenciones estéticas del arquitecto en un encargo residencial —con frecuencia más lábil que el proyecto sometido a las exigentes demandas de lo público— se extiende hasta nuestros días, y sitúa las casas en un territorio que permite explorar el lenguaje hasta sus límites. Muchas de estas casas-manifiesto han sido segundas residencias, en multitud de casos se han habitado sólo episódicamente, y las más influyentes de ellas han acabado siendo museos de sí mismas, espacios de exposición o sedes de fundaciones vinculadas a su autor. Indecisas entre lo íntimo y lo público, estas casas combinan el laboratorio formal con la declaración programática, y se han de entender más desde su mensaje que desde su función.

En un tiempo difícil de glaciación constructiva, marcada en los medios por la crisis del crédito y los deshaucios de viviendas, y cuando las lógicas inmobiliarias y el debate hipotecario han desplazado a los márgenes cualquier cuestión estética o estilística, parece prescindible ocuparse de objetos que se sitúan en una esfera más formal que social; y en una etapa de nuestra vida colectiva caracterizada por una rebelión difusa contra las élites económicas y una percepción aguda de la desigualdad, se antojaría hiriente glosar las excelencias de residencias singulares, con frecuencia de altos presupuestos, que sólo se justifican desde el ámbito ambiguo de lo ‘aspiracional’. Las casas-manifiesto, sin embargo, siguen cumpliendo el mismo papel que la alta competición automovilística o náutica, reservadas a muy pocos, y al mismo tiempo crisol donde se gestan innovaciones que acaban difundiéndose capilarmente en nuestra vida cotidiana.

Como el circo colorista de la Fórmula 1, la alta competición arquitectónica combina la investigación y el espectáculo. Podemos fomentar el deporte de base y la vivienda social, pero nos empobreceríamos emocionalmente si prescindiéramos del temblor de lo inesperado, del desafío de lo insólito o del estímulo de lo extraordinario. El homo faber es también un homo ludens, probablemente necesitamos tanto panem como circenses, y la Cuaresma no sería soportable sin el carnaval. Querríamos pensar que es posible disfrutar de la belleza de piezas exclusivas sin renunciar a prestar atención a lo ordinario, documentar la excelencia cualitativa sin pasar por alto la importancia de lo cuantitativo, y mostrar casas singulares sin dejar de ocuparnos de la vivienda y de la ciudad. Esta es quizá la excusatio non petita que subyace a la presentación de estos cinco manifiestos arquitectónicos en el centro y el perímetro de nuestra Península pentagonal. 


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