Vivimos tiempos explosivos. Por un lado, el boom residencial ha adquirido un protagonismo económico y territorial sin precedentes: la burbuja inmobiliaria es el motor del crecimiento, y el desarrollo informe de la construcción el principal rasgo de la urbanización contemporánea. Por otro, la detonación agresiva es el arma esencial de los contendientes en el conflicto medular de nuestra época: los mártires palestinos se hacen bombas humanas, y el ejército israelí emplea la demolición con dinamita de viviendas como instrumento de intimidación. La explosión domiciliaria es a la vez la multiplicación incontrolada del tejido residencial en Occidente y su destrucción controlada en la línea de fractura con el otro musulmán. En Zabriskie Point, Antonioni mostraba a cámara lenta la explosión de una casa en una esfera expansiva de fragmentos: un símbolo simultáneo de la burbuja urbanística que escombra los paisajes y de la demolición punitiva que desventra las viviendas.

Queremos pensar en la casa como un nido tibio, tejido en torno nuestro para protegernos como el capullo a la crisálida, y en el cual entregarse sin peligro al placer de los sentidos: encerrados con un solo juguete, o enclaustrados en un recinto íntimo abigarrado de objetos familiares. Así, ensayamos un orden arbitrario que agrupa nuestras casas de autor en torno a la convención de los órganos perceptivos: la mirada luminosa de horizontes y bombillas, el oído atento al tráfico o al timbrazo, el perfume leve del aire en movimiento, los sabores mixtos del alimento y el frío, el tacto en la penumbra del material o el lecho. Sin embargo, esta enumeración de los sentidos se drena de significado cuando la exponemos a la intemperie de la repetición o el riesgo, y tanto la anomia del crecimiento en mancha de aceite como la inseguridad física de la habitación fronteriza dibujan un paisaje desolado y desalmado, que se construye en torno al hueco sonoro del vacío espiritual.

Casas con sentido y devastación consentida: tal parece ser el panorama oximorónico de la ciudad actual. Fingimos vivir mientras sobrevivimos, y nuestra incapacidad para conformar el territorio es similar a nuestro fracaso en la conciliación del conflicto. Suspensos en geografía y suspensos en historia, los habitantes de este planeta frágil preferimos ignorar las grietas que craquelan su piel lacerada mientras nos sumergimos en el láudano narcótico del domicilio ensimismado. Pero la belleza mórbida de la casa deviene obscena cuando se blinda frente al estrépito del mundo, cerrando los ojos a la violencia, haciendo oídos sordos al agravio, negándose a husmear el rastro del abuso, soslayando el sabor persistente del dolor y huyendo del contacto abrasivo con la miseria. La casa de diseño excava un nicho autista en el espacio y en el tiempo, un escenario efímero y amable de la vida cotidiana momentáneamente suspendida: un oasis privado en el desierto público.


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