Hay amores que matan, y nuestra devoción por la casa es uno de ellos.

Cada número dedicado a la casa nos obliga a recitar una retahíla exculpatoria. Sí, sabemos que el hábitat disperso generado por la vivienda unifamiliar y por el automóvil que la hace accesible es un disparate ecológico, un atropello paisajístico y un empobrecimiento social: el despilfarro de recursos materiales y energéticos en su construcción y mantenimiento es una agresión contra el planeta; la extensión indiscriminada de ese tapiz de baja densidad degrada irreversiblemente el territorio, y la fragmentación de la vida colectiva destruye la tupida red de contactos que es la principal riqueza de las ciudades, el soporte de su prosperidad y la base de su atractivo. Y sí, también sabemos que en las actuales circunstancias de nuestra civilización, asediada por el cambio climático, el agotamiento de los combustibles fósiles y el desgobierno económico, lo único que cabe preconizar responsablemente es la densidad urbana, al cabo incompatible con la casa.

Pero la casa nos fascina y nos seduce, sea en su versión antropológica de cobijo elemental y habitación esencial, sea en su variante tecnológica de escaparate de la vida privada y cofre del confort familiar, y acabamos sucumbiendo al embrujo de su encanto. La excusa es así la dimensión fenomenológica que exploró Gaston Bachelard, con la casa como albergue de los sueños del desván y las pesadillas del sótano, en una línea de pesquisa del inconsciente que se extiende desde Freud o Lacan hasta Žižek pasando por Hitchcock; o bien la celebración alegre del consumo moderno, con las Case Study californianas de John Entenza con los Eames o Pierre Koenig como su momento más eufórico, y el collage del recientemente desaparecido Richard Hamilton —Just what is it that makes today’s homes so different, so appealing?— como su anuncio y apoteosis pop. Aferrados a esta añagaza en su modelo intemporal o en su encarnación contemporánea, continuamos construyendo casas y hablando de ellas.

Con todo, la casa sigue siendo un formidable laboratorio de investigación e innovación que permite sondear los límites de la industria y la naturaleza en los límites, como evidencian tanto los estudios pioneros de fabricación residencial —de los que publicamos seis ejemplos de la historia próxima— como las experiencias extremas de construcción de casas o refugios en geografías remotas —documentadas con una docena de realizaciones recientes en cuatro continentes—, y esta presentación simultánea ilustra quizá la fertilidad tenaz y permanentemente renovada del experimento de la casa. Predicaremos pues las bondades de la ciudad densa como el marco más adecuado para la vida humana en un mundo finito, y seguiremos denostando la insensata suburbanización del planeta que promueven el automóvil y la casa; pero continuaremos consumiendo ésta, en pequeñas dosis, como una experiencia arriesgada o placentera: una droga de diseño, una vacuna en pruebas o un veneno que ojalá no mate.


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