Conmemoramos 1914 en el corazón del conflicto. Un siglo después del comienzo de la Gran Guerra, los europeos contemplamos el coloso económico del continente con prevención, y hacemos votos por que devenga un gigante también espiritual. Aquella trágica carnicería, iniciada por unas élites sonámbulas —«inconscientes ante la realidad del horror que estaban a punto de traer al mundo», como las ha descrito el historiador Christopher Clark—, se cerraría en falso en 1918 para volverse a abrir en los años treinta, con el prólogo de la Guerra Civil española y el desencadenamiento del conflicto global en 1939. Un año antes, en el segundo aniversario del comienzo de la guerra en España, el presidente Manuel Azaña reclamó ‘paz, piedad y perdón’en el memorable discurso del Ayuntamiento de Barcelona, llamando a la reconciliación y apelando a ‘la musa del escarmiento’ para que en el futuro se escuchase la lección de los muertos, pero sus palabras serían arrastradas por los vendavales de la historia.

Sumidos en unas turbulencias europeas y españolas en las que muchos ven ecos de las vísperas ciegas de otras tempestades, las miradas se dirigen hacia una Alemania que vacila, impotente acaso para impedir la fractura entre el norte y el sur del continente, o la fragmentación de éste en un mosaico de reducidos reductos regionales que craquelan su cohesión, pero indecisa también sobre su interés nacional a largo plazo o su papel histórico. En su discurso de despedida ante el Parlamento Europeo en 1995, el presidente francés François Mitterrand —que había nacido durante la Primera Guerra Mundial y participado en la Segunda— quiso dejar como testamento político una afirmación rotunda, «¡el nacionalismo es la guerra!», recordando que «la guerra no es sólo el pasado, puede ser también nuestro futuro», una advertencia en 2013 reiteró en el Elíseo la canciller alemana Angela Merkel, por desgracia con tan escasas consecuencias como el llamamiento de Azaña a la musa del escarmiento.

En esta encrucijada de Europa, tras unas elecciones continentales que han mostrado el ascenso del nacionalismo y de la xenofobia, y en una coyuntura geopolítica marcada por la retirada estadounidense hacia el Pacífico, la asertividad militar y energética de Rusia y la inestabilidad del mundo islámico, es inevitable confiar en que Alemania esté a la altura del desafío que se perfila ante todos nosotros, reuniendo el liderazgo económico con el político, el intelectual y el moral. Los espacios sagrados que aquí se presentan —más allá de justificaciones demográficas o sociológicas— quieren ser ilustración construida de lo que esperamos del espíritu alemán, metáforas arquitectónicas de la elevación de miras deseable en el país que hoy dirige Europa, y templos expiatorios de una memoria demasiado cruel. Paul Celan escribió que «la muerte es un maestro venido de Alemania», pero el espíritu alemán puede exorcizar esa línea para hacerse vehículo de la paz y la prosperidad del continente.

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