Opinión 

Monumentos mudables

Luis Fernández-Galiano 
31/12/2020


Luis Monreal, Tasbih. Instants d’un monde en transit, 2020

Los monumentos mudan: mudan de piel, mudan de aspecto y mudan de sentido. Como patrimonio vivo, renuevan sus revestimientos y sus fábricas, transforman su apariencia exterior y modifican su contenido simbólico; y como patrimonio vulnerable, experimentan decadencia y abandono, ofrecen el testimonio de su ruina y renacen en forma de facsímiles o réplicas. Hace más de un siglo, en ‘El culto moderno a los monumentos’, Alois Riegl nos enseñó que, además de su valor propiamente histórico, el monumento posee el valor de la edad, porque las huellas del tiempo manifiestas en su deterioro material nos hacen conscientes de su naturaleza orgánica. Las construcciones no son menos frágiles que nosotros, no son menos perecederas, y no son menos susceptibles de ser arrastradas hasta esa sima donde habita el olvido. Mudables y efímeros todos, monumentos y gentes ven desvanecerse materias y memorias en el río que nos lleva, y sólo la regeneración tenaz de edificios y de vidas aplaza su desaparición definitiva.

La Gran Mezquita de Djenné es la construcción de adobe más imponente del mundo, y el monumento más importante de la arquitectura sudanesa. En el delta interior del río Níger, Djenné fue, como Tombuctú, centro esencial del comercio transahariano y de la erudición islámica, y la actual mezquita se levantó en época colonial sobre las ruinas de otra precedente. Una vez al año, terminada la estación de las lluvias, la mezquita debe reparar los daños producidos por éstas remozando su fachada con banco (una receta intemporal que mezcla barro, paja, manteca de karité y polvo de baobab), labor que realiza en un solo día el conjunto de la comunidad, y que ha devenido un rito singular. El arqueólogo y fotógrafo Luis Monreal —con quien tuve la fortuna de viajar por estos lugares de Mali, hoy off limits por la presencia de la guerrilla islamista en la región— documenta en su último libro la extraordinaria regeneración de este monumento vivo, que renace periódicamente en sintonía con la naturaleza.

En violento contraste con esta ceremonia de fertilidad, y coincidiendo con el 75 aniversario de los juicios de Núremberg, Alemania ha decidido preservar las ruinas del Zeppelinfeld, donde Albert Speer construyó la gran tribuna desde la que Adolf Hitler presidía las concentraciones del partido nazi. Aquí, paradójicamente validando la Ruinenwerttheorie del arquitecto (que preconizaba proyectar pensando en la belleza y grandiosidad del edificio cuando el tiempo hubiera hecho de él una ruina), el país se propone mudar el significado de la obra, para que sus restos se conserven como recordatorio de un pasado ominoso que no puede repetirse: un lugar de memoria que es también un gesto de expiación en la ciudad donde se promulgaron las leyes que condujeron al exterminio de seis millones de judíos. Si los monumentos pueden renovarse física y simbólicamente, mudando su rostro como los animales mudan la piel, también pueden regenerarse ética y emocionalmente perviviendo como ruina, recuerdo y advertencia. 


Tribuna del Zeppelinfeld, Núremberg


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