Europa se renueva. Vivamente consciente de su edad, el viejo continente procura rejuvenecerse con la asimilación de copiosas transfusiones demográficas, la rehabilitación de sus tejidos urbanos y la regeneración de sus instituciones escleróticas. Este gigante económico es sin embargo un enano militar, y el paraíso provisional que ha construido en su exiguo y superpoblado territorio, sin idioma común ni liderazgo único, se asienta sobre el soporte frágil de la estabilidad del mundo. Las recientes convulsiones han puesto de relieve tanto sus fracturas internas como los riesgos emboscados en un futuro incierto: mientras el núcleo del continente, en sintonía con las opiniones públicas, se ha alejado de la geopolítica del Imperio, los países periféricos han preferido la protección de una América robusta y belicosa, enhebrando una orla (formada por islas atlánticas, penínsulas mediterráneas y un archipiélago de naciones excomunistas) que Washington ha bautizado como la nueva Europa.
Pero tanto la vieja Europa franco-alemana como la nueva de británicos, españoles, italianos o polacos son Europas de problemas parejos, similarmente sometidas al impacto vivificante y traumático de la inmigración, empeñadas en la renovación de su infraestructura material y enfrentadas a la redefinición de su identidad histórica. Este proceso de rejuvenecimiento demográfico, físico y simbólico encuentra en la rehabilitación del patrimonio arquitectónico un lugar privilegiado de expresión donde se manifiestan las oportunidades y los conflictos. Sean los cascos antiguos colonizados por inmigrantes, las periferias industriales obsoletas o los monumentos fagocitados por el turismo temático, las intervenciones en el patrimonio constituyen una fracción cada vez mayor del trabajo del arquitecto, y un espacio de reflexión que incide en la médula de los dilemas europeos con la violencia salutífera del torno de dentista, saneando cavidades y ocasionalmente rozando un nervio doloroso.
Hoy, la noción de patrimonio se ha extendido tenazmente desde los restos paleontológicos y arqueológicos hasta los edificios del siglo XX, incluyendo los entornos de valor histórico o ambiental, la arquitectura vernácula o industrial, los paisajes urbanos o rurales e incluso esa herencia inmaterial que forman la tradición oral o la costumbre. Sin embargo, ese equipaje abrumador se percibe a menudo como un lastre que obliga a los europeos a viajar en el tiempo embarazados por baúles o paralizados por el exceso de recuerdos como Funes el memorioso, el personaje de Borges cuya excepcional retentiva resultaba al cabo incompatible con la vida. Exploramos el futuro del pasado y quizá deberíamos preocuparnos más bien por el pasado del futuro, reconciliando la supervivencia de los objetos con las decisiones estratégicas acerca de la ciudad actual que condicionarán nuestra capacidad adaptativa. Sólo así se regenerará este gigante anciano, y sólo así la vieja Europa se hará nueva.