
Novia junto a tanques del Ejército el Día de la Independencia de Grecia, 25 de marzo © Louiza Vradi / Reuters
El ardor guerrero de las élites europeas tiene los pies de barro. Robert Kagan acuñó en 2003 una metáfora que hizo fortuna: «En las grandes cuestiones internacionales de hoy, los americanos son de Marte y los europeos de Venus». El historiador abría así Of Paradise and Power, un libro de influencia comparable a la de The End of History and the Last Man de Francis Fukuyama o The Clash of Civilizations de Samuel P. Huntington. Escrito por un estadounidense nacido en Atenas, el volumen razonaba que, mientras unos solo confiaban en el ejercicio del poder militar en un mundo hobbesiano y anárquico, los otros perseguían la paz perpetua kantiana a través de normas acordadas en negociaciones. Esta situación, decía, no es transitoria, producto de una elección estadounidense, sino duradera, porque se basa en la diferencia de poder entre ambos. Pero no siempre ha sido así, ya que hace dos siglos, cuando las grandes potencias europeas eran más fuertes, estas reverenciaban el poder y las glorias marciales, mientras los americanos entonces más débiles defendían el comercio y las leyes internacionales.
La Europa de Venus se prepara para la guerra, pero tras ocho décadas de paz y con una población envejecida y acomodada, quizá cabe reconocer, con Antonio Scurati, que «ya no somos guerreros». Desde Homero hasta Ernst Jünger, como argumenta el escritor italiano, los europeos concibieron la guerra heroica como «el momento de la verdad en el que se generaron las formas de la política y los valores de la sociedad», pero «el apocalipsis en dos partes de las guerras mundiales extirpó esa milenaria tradición». La profunda mutación antropológica que supuso el pacifismo fue un salto en la civilización del que cabe felicitarse, pero las amenazas que se ciernen sobre el paraíso europeo obligan a replantear con realismo la seguridad del continente. Las dificultades son innumerables, porque afectan a la asignación de recursos económicos, técnicos e industriales, pero el elemento esencial es sin duda la ausencia de una unidad política que vertebre la pertenencia a un solo cuerpo social, fracturada hoy por el ascenso de los nacionalismos enemigos de esa utopía frágil que es la Unión Europea.
Los que se manifestaron el 15 de marzo en la Piazza del Popolo exhibieron el orgullo de ser europeos, mostrando una voluntad de unidad continental y una adhesión a los valores del pasado común que está también presente en el texto del historiador de la ciencia José Manuel Sánchez Ron reproducido en este número. En el acto intervino un arquitecto, Renzo Piano, que describió Europa como «una gran ciudad que va del Mediterráneo al Báltico, de Grecia a Portugal», y que «no es solo una unidad geográfica, sino histórica, cultural y creativa», pero a la que «le falta todavía la unidad política, le falta la polis». Conscientes de nuestra debilidad, y de la imprescindible dependencia del vínculo atlántico, la novia griega rodeada de tanques en la foto de Reuters es una buena ilustración del dilema actual de la Venus Europa, incapaz de contagiarse del ardor guerrero, pero obligada a posar entre máquinas bélicas. El sociólogo alemán Heinz Bude llama a enfrentarse con la locura actual del mundo con esperanza, pero sin ningún optimismo, y es posible que al autor de La sociedad del miedo no le falte razón.[+]

Manifestación en Roma © Cecilia Fabiano / LaPresse