Situándose en el centro de la explotación como una pieza de land art, el prisma de las bodegas extiende sus 130 metros paralelamente a las hileras de cepas.
El mítico Pétrus de Pomerol es uno de los grandes vinos de Burdeos. Sus viticultores, la familia Moueix, emprendieron hace una década la aventura de establecer una explotación hermana en el norte de California. Con el nombre de Dominus, Christian Moueix y su mujer Cherise Chen elaboraron un vino que adquirió una reputación instantánea, y pronto hubo que construir una bodega en sus viñedos del valle de Napa, cerca de San Francisco. Como coleccionistas de arte que son, el matrimonio quería algo más que un cobertizo agrícola, y se esforzó encontrar un arquitecto a la altura de sus caldos.
Una esforzada búsqueda les condujo hasta Jacques Herzog y Pierre de Meuron, dos arquitectos de Basilea de impecables credenciales artísticas y reconocida enofilia. Jacques Herzog, que presume de superar incluso a nuestro Rafael Moneo en conocimientos enológicos, aseguró a Christian Moueix que intentaría hacer un edificio «tan bueno como su vino» y, tres años más tarde, ha logrado su propósito; el interminable cajón de piedra basáltica que albergará este otoño el fruto de su primera vendimia tiene, en efecto, la naturalidad refinada, el cuerpo y la textura de un gran vino: Pétrus se ha hecho piedra en un valle de California.
Como una pieza de land art, el prisma de las bodegas extiende sus 130 metros paralelamente a las hileras de las cepas, situándose (a diferencia de lo habitual en la zona) en el centro de la explotación. Perforado por dos grandes zaguanes, el volumen se divide en tres cuerpos que alojan las cubas metálicas de fermentación, las barricas de roble donde el vino madura, y el almacén donde se conserva el vino embotellado: el programa habitual de cualquier explotación vitivinícola.
Pero aquí la disposición funcional y previsible se reviste con una piel insólita: grandes jaulas metálicas llenas de piedra basáltica de color verde oscuro. Estos gaviones geométricos actúan como celosías brutales y delicadas, filtrando la luz y moderando la temperatura en el interior de las salas durante el día, y resplandeciendo levemente en la noche como linternas geológicas y mágicas. La fachada ordenada e indómita regula su permeabilidad usando piedras de diferentes tamaños, y el conjunto se inserta en el paisaje con precisión cartesiana y aplomo mineral.
La disposición funcional y previsible se reviste con una piel insólita: grandes jaulas metálicas llenas de piedras basálticas de color verde oscuro y diferentes tamaños, que filtran la luz y moderan la temperatura en el interior de las salas.
Ligero en las geometrías que dibujan en el espacio las cestas de alambre, y grávido en la presencia táctil de las rocas de basalto, el edificio de las bodegas Dominus es a la vez contemporáneo y arcaico. Por un lado, es inevitable buscar su estirpe artística en los cajones ensimismados de Donald Judd, en las naturalezas azarosas de Robert Smithson o en las esculturas pétreas de Richard Long; pero por otro, su forma rotunda y su envoltura elegante remiten también a una construcción intemporal: el aparejo desconcertado de los galpones rurales, los zaguanes umbríos de las haciendas o las celosías recatadas de la arquitectura meridional. Herzog y De Meuron fueron ayudantes de Joseph Beuys y discípulos de Aldo Rossi, y esa doble filiación impregna su obra con una radicalidad conceptual y un laconismo austero que funde sin esfuerzo tradición y novedad en una amalgama de sensualidad y rigor. De su arquitectura se ha dicho que es minimalista y ornamentada; en el valle de Napa, el minimalismo se hace tectónico, y la ornamentación emplea como instrumento la expresión povera de los mallazos y las piedras basálticas.
Materia violenta
En las bodegas Dominus, Herzog y De Meuron (nacidos ambos en 1950 en Basilea, ciudad donde también establecieron su estudio en 1977) cristalizan de forma deslumbrante una obsesión con la materia, la geometría y la naturaleza que está presente ya en algunas de las obras primeras, y muy singularmente en la casa de piedra en Tavole, proyectada en 1982 y construida en 1985-1988, y en los almacenes para el fabricante de caramelos Ricola, terminados en 1987. La casa de Tavole, en una zona de viejos olivares y viñedos de la Liguria italiana, hace contrastar la definición rigurosa de la estructura de hormigón con una mampostería de lajas de piedra calcárea colocadas en seco, domesticando la sensualidad táctil del aparejo pétreo con la disciplina intelectual de la geometría resistente, en un oxímoron visual que produce un placer casi doloroso. El almacén para Ricola, levantado en una antigua cantera de caliza en la pequeña localidad suiza de Laufen, enfrenta a las paredes descarnadas de roca la regularidad estratificada de una fachada de lamas horizontales, que evoca los tablones apilados en las serrerías próximas y transmite la misma combinación de orden constructivo y desorden natural, golpeando los sentidos con su materialidad fascinante y violenta.
Herzog y De Meuron han cristalizado en California una obsesión con la materia, la geometría y la naturaleza presente ya en obras primeras como la casa en Tavole o el almacén para Ricola en Laufen.
Es posible que Jacques Herzog tenga razón cuando asegura que sus edificios «son tan artísticos por que son muy arquitectónicos». La pareja suiza, que está hoy construyendo al borde del Támesis la nueva Tate Gallery londinense, y que fue recientemente finalista del concurso para ampliar el Museo de Arte Moderno de Nueva York, tiene una larga experiencia en el mundo del arte, que se extiende desde sus colaboraciones con artistas como Rémy Zaugg a sus edificios para galerías de arte, colecciones privadas y estudios. Sin embargo, su obra es singularmente arquitectónica en el pragmatismo utilitario y la verosimilitud constructiva: podremos relacionar sus trabajos con los de artistas como Gerhard Richter, Thomas Ruff o Dan Graham; pero su arquitectura no dejará de ser la escultura social que quería su maestro Beuys o el arte público que propugnaba su profesor Rossi.
Y si subrayamos la dimensión cosmética de sus pieles exquisitas, difícilmente haremos justicia a esa «estructura oculta de la naturaleza» que sus edificios revelan a través de la superficie, traduciendo en placer visible la emoción invisible de la obra. En esos gaviones de acero que disciplinan el basalto como las redes metálicas de los desmontes pétreos estabilizan el talud de la montaña hay la misma sabiduría misteriosa que en el sabor o el aroma de un gran vino, familiar y sin embargo extraño, previsible y desconcertante, producto de la experiencia y el azar como cualquier creación humana.