El patrón oro de la arquitectura. Herzog y de Meuron cumplen 70 años
Basilea es para muchos industria farmacéutica y finanzas; para otros, museos y mercado de arte; y para no pocos, la ciudad de Roger Federer y Herzog & de Meuron, que son el patrón oro del tenis y de la arquitectura. Jacques Herzog y Pierre de Meuron doblan ahora el cabo de los 70 años, y es legítimo preguntarse cuál ha sido el itinerario que les ha llevado a ejercer tal influencia en la arquitectura global. Amigos desde la infancia, y alumnos ambos del arquitecto milanés Aldo Rossi en la ETH de Zúrich, nos gusta comenzar su historia en el Carnaval de Basilea de 1978, porque fue entonces cuando protagonizaron con Joseph Beuys una charanga que reivindicaba el arte contemporáneo en las calles de la ciudad, y fue ese mismo año el de la fundación de su estudio en Rheinschanze, donde testarudamente permanece hoy. Los primeros proyectos serían deudores del racionalismo con cubiertas inclinadas de Rossi y de la exploración material de Beuys, pero esta combinación daría enseguida paso a obras como una casa de piedra en Liguria que reinterpreta la construcción vernácula con geometrías lacónicas de hormigón o unos apartamentos en Basilea que protegían la fachada vítrea con celosías de fundición evocadoras de las rejillas de las aceras: dos realizaciones desafiantemente heterodoxas y exquisitamente detalladas que serían publicadas de inmediato en la prensa profesional, lo mismo que las viviendas levantadas en Basilea con un elegante e insólito uso de la madera.
De los años ochenta son también tres proyectos que evidencian tempranamente rasgos de una actitud ante la arquitectura que mantendrían durante toda su trayectoria: el almacén para Ricola transforma un encargo anónimamente funcional en una construcción vernácula y clásica a la vez, en diálogo con el paisaje y tan respetuosa de las necesidades y presupuesto del cliente que para este fabricante de caramelos realizarían en el futuro varios proyectos más, un ejemplo de las fidelidades mutuas que marcarían su carrera, no diferente de la que profesaron al artista Thomas Ruff, autor de la imagen que convirtió esta obra en icónica; el centro de señalización en la estación de ferrocarril de Basilea de nuevo ejerce la alquimia de transformar lo cotidiano en extraordinario, al forrar el edificio con un vendaje de cintas de cobre que hace de la modesta cabina un objeto precioso, y cuya maqueta no tardó en adquirir el Museo de Arte Moderno de Nueva York para su colección permanente; y la colección Goetz en Múnich inicia una dilatada experiencia en construcciones para galerías de arte y museos que muestra su capacidad para subordinarse silenciosamente a los objetos expuestos en edificios donde la abstracción formal no es incompatible con la sensualidad táctil de los materiales y el control riguroso de la luz natural. Esta obra se terminó en 1992, y dos años más tarde la pareja de Basilea se impuso a toda la élite internacional de la arquitectura en el concurso para alojar la Tate Modern en una central eléctrica en desuso al borde del Támesis, y lo hicieron con un proyecto sobrio y eficaz que no desdeñaba el asombro con la monumental Sala de Turbinas, adquiriendo una presencia pública que desbordaba ampliamente el limitado ámbito de la profesión.
Por la época del concurso londinense, a Herzog & de Meuron se los había simplificado con la rúbrica ‘minimalismo ornamentado’, ya que habían terminado una refinada nave para Ricola en Mulhouse y proyectado una singular biblioteca en Eberswalde que combinaban la geometría elemental con fachadas cuya extrema abstracción se aliviaba mediante secuencias de motivos figurativos serigrafiados sobre las mismas: la nave usaba una foto de Karl Blossfeld, y el programa iconográfico de la biblioteca lo habían desarrollado con Thomas Ruff, fieles a su empeño en establecer un diálogo significativo con el mundo de las artes. Sin embargo, tres obras proyectadas en 1995, un año después, mostrarían la amplitud de sus intereses y lo inadecuado de esa fórmula reductiva: la casa en Leymen, que se diría dibujada por un niño para flotar sobre una alfombra mágica, evidenció que podían interpretar a su antiguo profesor Rossi en clave lírica y surreal; el estudio para su amigo Rémy Zaugg, con su muro de hormigón patinado por las huellas de la lluvia, hizo arquitectónicamente visibles las enseñanzas de Beuys sobre la naturaleza y la materia; y la bodega Dominus levantó en el californiano valle de Napa un prisma forrado con gaviones de piedra basáltica que, más allá de insertarse en el paisaje como una pieza de land art, se reconoció de inmediato como una obra maestra, unánimemente admirada y caudalosamente imitada desde entonces. Experimentales y desafiantes, las obras exhibían una deslumbrante inventiva que convirtió a sus autores en figuras de referencia, como constatarían innumerables reconocimientos y publicaciones.
Si esta secuencia de proyectos mostró su capacidad para crear objetos fascinantes, el desarrollo comercial de los Fünf Höfe en Múnich y las viviendas en la parisina Rue des Suisses evidenciaron su talento para insertar obras nuevas en el tejido de la ciudad consolidada, y hacerlo además con unos registros materiales y compositivos inéditos, que extienden el camino iniciado en los apartamentos pioneros de Basilea. Por su parte, el tratamiento respetuoso y radical del patrimonio industrial que había inaugurado el proyecto de la Tate Modern se extendió en Duisburg con la transformación en museo de una fábrica obsoleta, y llegaría en Madrid a su expresión más brillante con el centro de arte CaixaForum, que reúne ventanas cegadas con el mismo ladrillo de la fachada industrial y huecos rasgados violentamente en ella, se corona con un volumen escultórico y perforado de hierro colado que resuena con el perfil de la ciudad, y todo ello se sostiene ingrávidamente sobre una plaza alabeada. Tras dos décadas de trabajo profesional, el estudio de Herzog & de Meuron había mostrado su extrema versatilidad para inyectar intención artística en edificios de diferentes programas, de obra nueva o patrimoniales, y en emplazamientos urbanos o paisajísticos, pero siempre con unos recursos formales voluntariamente restringidos; pues bien, este laconismo geométrico se pondría en cuestión en 1997 con el tercer proyecto para Ricola, unas oficinas comerciales que disolvieron en su entorno vegetal con su característica sensibilidad material, aunque ahora con la extraordinaria libertad formal que expresa su planta estrellada, y que desde entonces sería un rasgo distintivo de las obras de la oficina de Basilea.
Me he extendido en los comienzos, porque es en ellos donde se ponen las bases de las obras más públicas y conocidas de su carrera como grandes figuras de la arquitectura contemporánea. En los últimos compases del siglo llegarían los proyectos de Tenerife, donde se ensayarían las fachadas erosionadas de los museos americanos en San Francisco y Minneapolis, y se diseñarían obras tan perfectas y memorables como la ondulante biblioteca de Cottbus, el matérico Schaulager en Basilea o la cristalográfica flagship store de Prada en Tokio, tres objetos mágicos que pertenecen a la historia de la arquitectura, y cada uno de los cuales merecería un artículo independiente. En mayo de 2000 se inauguró con singular éxito de crítica y público la Tate Modern, y el mismo mes del año siguiente Jacques Herzog y Pierre de Meuron recibirían el premio Pritzker en el Monticello de Thomas Jefferson, un galardón que sólo confirmaba la ya formidable estatura creativa de los socios de Rheinschanze. El año del premio proyectaron el Allianz Arena en Múnich, un estadio revestido de burbujas que cambian de color con el equipo de fútbol que lo usa, y que se posa sobre el paisaje como un liviano dirigible, extendiendo su experiencia anterior en el estadio St. Jakob de Basilea, y sólo un año más tarde obtuvieron el encargo para realizar el Estadio Nacional en Pekín, diseñado con el artista Ai Weiwei como una colosal madeja de acero inmediatamente denominada ‘el nido de pájaro’, y que sería el emblema de los Juegos Olímpicos de 2008 y del propio ascenso de China como gran potencia, por lo que a nadie extrañó que tuviese el raro privilegio de figurar en el papel moneda.
¿Qué hace un arquitecto después de haber levantado un icono universal tan histórico como ‘el nido de pájaro’? Se pensaría que cualquier itinerario creativo no puede sino declinar desde una altura tan vertiginosa, y sin embargo en años sucesivos los suizos proyectaron la magistral Elbphilharmonie, que a su término en 2016 sería el símbolo de la ciudad de Hamburgo, y un mensaje poderoso de la vitalidad de Alemania; la ampliación de la Tate Modern, un manifiesto cerámico y plegado que reforzaría el papel central del museo en el ecosistema de las artes; el aparcamiento mixto de Miami, un edificio híbrido que vulnera cualquier expectativa y hace girar la arquitectura sobre sus goznes estéticos y formales; o la deslumbrante VitraHaus, que convierte una showroom doméstica en un monumento irrepetible, público y exacto. Y sí, la gran oficina que es hoy Herzog & de Meuron ha construido también rascacielos, estadios, museos y grandes sedes institucionales en varios continentes, pero me atrevo a pensar que su más persuasiva influencia sobre las jóvenes generaciones la ejercen pequeños proyectos donde regresan a la radicalidad despojada de sus propios inicios: los dos galpones desnudos del Museo de Arte Parrish o la exquisita y casi inadvertida ampliación del Museo Unterlinden, los prefabricados de tierra que cierran el edificio Ricola Kräuterzentrum o la cerámica hermética del lírico Vitra Schaudepot, obras todas de una esencialidad estética y una depuración material que mueven a las lágrimas. Si los socios de Basilea se han convertido en el patrón oro de la arquitectura, acaso sea porque nadie como ellos ha sabido interpretar la arquitectura como una genuina experiencia emocional.