Abracadabra: el título cabalístico de la última gran muestra de la Tate Gallery describe también su nueva sede sobre el Támesis. Durante el pasado verano, el edificio de Millbank unió por primera vez todas sus salas de exposición en un espacio continuo para presentar un «nuevo espíritu artístico» de optimismo, fantasía y magia. Esta primavera, la Tate abre Bankside, una antigua central eléctrica en la otra orilla del río que ha sido transfigurada por los suizos Herzog y de Meuron con la naturalidad del mago profesional. Pero si la exposición estival se extraviaba en la prestidigitación juguetona y humorística de las piezas desparramadas sobre una alfombra mullida y violeta de jardín de infancia, la obra inaugurada el 11 de mayo ejercita el ilusionismo con el luminoso rigor y la severa destreza del cirujano: el mediocre edificio industrial se ha transformado en un museo áspero y sensual que acoge al visitante en espacios colosales de hormigón, vidrio y acero, mientras ofrece al Támesis su mole de ladrillo coronada por una barra de luz que convierte en espléndida carroza la triste calabaza prismática de la central abandonada.
Herzog y de Meuron han puesto en valor lo mejor de la antigua central eléctrica de Bankside, que es su formidable escala: la barra de luz convierte en espléndida carroza para el arte lo que fue una triste calabaza industrial.
En competencia con un MoMA neoyorquino en trance de ampliación y con un Pompidou recientemente remodelado, la Tate Gallery culmina con Bankside un programa de crecimiento que, además de ampliar la sede de Millbank con la Clore Gallery proyectada por James Stirling, condujo a la apertura de sucursales en Liverpool y Cornualles. A partir de ahora, la sede tradicional en la margen izquierda del Támesis será conocida como Tate Britain; por su parte, la nueva sede en la central eléctrica de la margen derecha llevará el nombre de Tate Modern, y reunirá las colecciones de arte internacional en el formidable volumen que se levanta frente a la catedral de San Pablo. Con 35.000 metros cuadrados y un coste de 36.000 millones de pesetas parcialmente financiado por la Lotería Nacional, la nueva Tate espera recibir dos millones de visitantes anuales y se presenta como el más importante proyecto británico del último cuarto de siglo en el terreno de las artes, cuya apertura aspira a ser tan significativa como fue la del MoMA en los años veinte y la del Pompidou en los setenta.
La gigantesca sala de turbinas es ahora una calle cubierta, iluminada cenitalmente y mediante dos barras de vidrio translúcido semejantes a la que corona la cubierta, y las salas sorprenden por su áspera simplicidad.
Inserta en el marco de ese Londres del Milenio que regenera su corazón monumental (con operaciones como la peatonalización de Picadilly y Trafalgar Square, la remodelación del British Museum o la ampliación del Victoria & Albert) al mismo tiempo que recupera zonas degradadas en las riberas del Támesis (enhebradas por la extensión de la Jubilee Line del metro, que enlaza el centro con los docks y la cúpula en Greenwich), la Tate Modern será el principal motor del cambio urbano en el distrito de Southwark. Bien comunicado gracias a la nueva estación de metro y a una pasarela sobre el río, el barrio —donde ya funciona con éxito el histórico Globe Theater, que se ha levantado de nueva planta con fidelidad filológica— recibirá el impacto beneficioso de un paquebote cultural que ha de transformar el carácter de una zona hoy en declive. Similar en eso al Pompidou, que también se promovió como un catalizador de la regeneración urbana, con su excepcional crecimiento laTate se propone sobre todo alcanzar una dimensión que permita la relación igualitaria con el MoMA.
La escala gigantesca y la privilegiada localización del edificio elegido para la ampliación están en sintonía con la extraordinaria ambición del proyecto museístico de la Tate dirigida por sir Nicholas Serota, pero la calidad arquitectónica de la central eléctrica terminada por sir Giles Gilbert Scott en 1963 está muy lejos de las elevadas metas artísticas de la institución. Carente de la seducción surreal de la otra central eléctrica de Scott sobre el Támesis, Battersea, que eleva sus cuatro chimeneas en forma de columnas clásicas como una mesa invertida, solemne y humeante, y falta también del encanto amable de las características cabinas telefónicas rojas que son el mejor legado del arquitecto, la central de Bankside es una colosal estructura metálica forrada de ladrillo que combina el periodo maya de Wright, el Dudok de Hilversum y el diseño de las radios Art Déco para componer una fachada que, si ya hubiera resultado anticuada en los años treinta, en los sesenta era de un arcaísmo extravagante. Joseph Rykwert llama a sir Giles y sus contemporáneos (sir Reginald Blomfield, sir Edwin Cooper o sir Herbert Baker) arquitectos pompier, pero es probable que esta expresión peyorativa no describa adecuadamente la extraña presencia fósil de una escenografía cerámica que levanta ante la cúpula de San Pablo una descomunal chimenea prismática en el eje de un frente de fingida simetría.
A este dinosaurio arquitectónico se enfrentan los suizos con inteligencia estratégica, valorando lo mejor del edificio —su impresionante dimensión y la aspereza industrial de sus interiores— mientras transforman su imagen con la superposición de un cuerpo horizontal de vidrio que brilla en la noche, reflejándose en las aguas oscuras del Támesis como un espectro geométrico y leve. Ahora, la gigantesca sala de turbinas de la central se ha convertido en una calle cubierta de 155 metros de longitud, 23 de ancho y 35 de altura, iluminada naturalmente por lucernarios y artificialmente por dos barras de vidrio translúcido que son un trasunto de la coronación luminosa de la cubierta, y que flotan entre los pesados soportes roblonados y la grúa puente del edificio original. Esta calle pública, que desciende en rampa desde una de las fachadas laterales, da acceso al auditorio, la cafetería y las tiendas, así como a las tres plantas de salas de exposición, construidas en la antigua sala de calderas y rematadas con la caja de vidrio visible desde el exterior, que además de alojar el restaurante sirve para iluminar algunas de las salas. El diseño de éstas sorprende por su simplicidad elemental: piezas rectangulares de muros blancos, techos planos con plafones luminosos y suelos de hormigón oscuro o de tarima de roble sin cepillar ni barnizar, en los que se recortan con aparente descuido las rejillas de hierro colado de la ventilación.
El conjunto adquiere así un aire de brutalidad refinada que conmueve por su primitivismo esencial, tan lejano del sensacionalismo de ese arte sucio que se ha convertido en el emblema de la cool Britannia. Aquí nada parece elaborado o superfluo, y recorriendo las salas monacales, las escaleras contundentes o los jardines lacónicos resulta difícil imaginar los innumerables conflictos con los expeditivos contratistas británicos; las crisis provocadas por los singulares vidrios translúcidos de la sala de turbinas, laminados en España, tratados con chorro de arena en Austria, protegidos con imprimación en Alemania, y de nuevo enviados a Austria para colocar los herrajes de fijación antes de viajar a su destino definitivo en Londres; o los desacuerdos de Herzog y Serota con Norman Foster acerca del remate de la pasarela peatonal sobre el Támesis diseñada por el arquitecto británico, que en su extremo sur interfería con los jardines proyectados por los paisajistas suizos Kienast y Vogt para el borde del río adyacente al museo.
Todo lo laborioso, difícil y abrasivo del proceso se ha evaporado del resultado final, y en esta sublimación distraída reside la magia de una transformación que ha dado vida a un coloso efímero, una central que estuvo en servicio menos de dos décadas, y que hoy vuelve a agitarse bajo el soplo luminoso del arte. Usando la fórmula lírica de Carlos Santana, Jacques Herzog y Pierre de Meuron han reunido «las moléculas y la luz»; pero como el guitarrista de Abraxas, el único talismán empleado por los arquitectos suizos en Bankside ha sido la naturalidad. La varita mágica de su abracadabra no ha sido el misterio de los sobrenatural, sino la belleza fuerte, optimista y suave de lo supernatural.