Herzog y de Meuron cocinan a fuego lento, y de vez en cuando sacan todos los platos a la vez. Esto ha ocurrido en la primera mitad de 2003, que, además de verles ganar los concursos del estadio olímpico de Pekín y la filarmónica de Hamburgo, o presentar el proyecto definitivo de la Fundación La Caixa en Madrid, se ha jalonado con tres inauguraciones excepcionales: en febrero (aunque llevaba ya algunos meses en rodaje) se celebró la apertura del Laban Dance Centre en Londres, un volumen translúcido de suaves inflexiones y cromatismo acuoso en un barrio en vías de regeneración junto al Támesis, y de tan exquisita factura e inteligente interpretación del programa que ha merecido el premio Stirling, la más alta distinción británica, que por primera vez recae en una obra de autor extranjero; en mayo se inauguró en Basilea el Schaulager, un colosal almacén y espacio de exposición para el arte, realizado con perfección abrupta y fascinación táctil en una zona industrial de la ciudad para una importante colección, y que tanto por su innovación tipológica como por lo subversivo de su lenguaje se propone como una alternativa al modelo Guggenheim; y en junio abrió finalmente sus puertas en Tokio la tienda de Prada, un gran volumen vítreo ceñido por rombos turgentes que combina a Bruno Taut con Pierre Chareau, y que utiliza la oportunidad del escaparate de la moda para llevar al límite una exploración espacial y perceptiva al servicio del cuerpo, la ropa y la identidad.

Ese fuego lento que gustan describir con los términos investigación y diálogo —presentando el estudio como un laboratorio donde se reproducen los procesos naturales— evoca de inmediato la imagen del alquimista y su retorta esforzándose en transformar el plomo cotidiano en el oro del arte, referencia inevitable en el contexto de una ciudad tan asociada a la industria farmacéutica como Basilea. Pero esta ciudad suiza en la frontera con Francia y Alemania es también un reducto de larga tradición humanista, un recinto fortificado de legendaria riqueza comerciante, y un entorno neoclásico de riguroso conservadurismo que manifestó reiteradamente sus reticencias ante la modernidad. Por más que no sea legítimo establecer un vínculo excesivo entre el arquitecto y su ciudad, el enraizamiento testarudo del trabajo de H&deM en Basilea autoriza a pensar si su obra severa y rigurosa, adusta hasta en la articulación del placer, no tiene su origen en el anacronismo de su cultura cívica. El arcaísmo deliberado de su enfoque puede, desde luego, remitirse al viejo humus romántico del universo germánico, lo mismo que su exaltación de una naturaleza mítica; pero en su crítica del optimismo autosatisfecho de la modernidad hay algo también de la polémica de la época de Bismarck entre el Berlín faústico y la Basilea reticente, de manera que creeríamos oír los ecos del debate histórico entre Ranke y Burckhardt en esa conversación espasmódica que a través de palabras y proyectos mantienen Rem Koolhaas y Jacques Herzog.


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