Roma, 52 d.C. Una epidemia se ceba con la Urbs recientemente engalanada con monumentos de mármol. Una Roma que, además, cuenta desde tiempos inmemoriales con la Cloaca Máxima, que Augusto había ordenado limpiar, ampliar, atender con un cuerpo de mantenimiento y asociar a la protección de una diosa tutelar, la Venus Cloacina. Así y todo, la infraestructura no da abasto para evacuar los 45.000 kilos de excrementos humanos que produce la capital cada día. Mueren en la caput mundi unas 40.000 personas. Pasada la crisis, el emperador Claudio prohíbe el saludo con besos en la mejilla.
Constantinopla, 542. La voz popular afirma que los ángeles han bajado del cielo para levantar la cúpula de Hagia Sofia, pero tanto esplendor oculta miseria: en unas ratas transportadas desde Etiopía en barco —el bizantino es un mundo globalizado— llega la peste, que se extiende por las ciudades hacinadas. El emperador Justiniano manda abrir inmensas fosas comunes al otro lado del Bósforo. Mueren 300.000 personas en todo el orbe conocido. Un erudito con visos de profeta, Procopio de Cesarea, afirma que la epidemia es fruto del cambio climático... [+]