Tocado por la varita de los historiadores, Jean Prouvé dejó de ser un constructor de taller para convertirse en uno de los grandes diseñadores del siglo XX. Lo tuvo todo para que la diosa de la fortuna crítica le concediera sus dones, aunque fuera post mortem: hijo de la fragua tanto como de la fábrica, Prouvé fue un outsider y un pionero, y esto le hizo merecer también la condición con que suele completarse la tríada del prestigio heroico, la de creador incomprendido.
Esta etopeya triádica acerca a Prouvé a otras figuras coetáneas cuya fortuna crítica estribó asimismo en la marginalidad, la profecía y el fracaso, como Richard Buckminster Fuller, aunque el paralelismo diste mucho de ser perfecto. Como Bucky, Prouvé ensayó una arquitectura no convencional, pero, a diferencia de él, no dejó nunca de tener encargos reales. Como Bucky, Prouvé tuvo fe en el progreso, pero nunca aspiró a predicarla porque su fe se sostuvo menos en palabras que en obras. Y, como Bucky, Prouvé fue ducho en el arte de fracasar, aunque no tanto porque su visión se anticipara al futuro cuanto porque quedó anclada en su pasado artesanal...[+]