¿Republicano?¿Catalán? ¿Arquitecto? El centenario de Eduardo Torroja insuflará oxígeno a interrogantes estériles y ajados. Como la estatura gigantesca del que fue uno de los grandes ingenieros de este siglo difícilmente reclama revisión, la calderilla argumental de la conmemoración tintineará en los bolsillos de los que intentan secuestrar al santo para su devoción particular; sólo cabe esperar que el fervor piadoso no llegue a los extremos de Velázquez, cuyo centenario se celebra en Madrid con una ceremonia de teatro pánico que destripa la ciudad en busca de la momia: una vanitas de veta brava que reúne a Solana con Valdés Leal. En el caso del ingeniero, el culto a las reliquias no ha invadido aún el terreno funerario, pero es fácil imaginar que los despojos de su legado se disputarán por muchos con encono.
Más original que Sert y más moderno que Zuazo, Torroja fue la figura más importante de la construcción en la época republicana; desde los viaductos de la Ciudad Universitaria hasta las marquesinas del Instituto-Escuela, y desde las estructuras del Hospital Clínico hasta las de los Nuevos Ministerios, el joven ingeniero estuvo en el núcleo de las experiencias más renovadoras y emblemáticas; y sus dos obras maestras, el frontón Recoletos y el hipódromo de la Zarzuela, se levantaron ambas en el Madrid republicano de 1935. Tras la victoria de Franco se procuró borrar la huella arquitectónica de este racionalismo y así, por ejemplo, Miguel Fisac levantó, para el nuevo Consejo de Investigaciones Científicas de José María Albareda, la iglesia del Espíritu Santo en el emplazamiento del Auditorium de la Residencia de Estudiantes, núcleo cordial de las élites intelectuales republicanas, y obra de los mismos arquitectos (Carlos Arniches y Martín Domínguez) que habían colaborado con Torroja en el Instituto-Escuela y el hipódromo. Acaso por ello, la historia de la arquitectura contemporánea más difundida en el mundo anglosajón, obra del británico William Curtis, supone erróneamente que a partir de entonces Torroja dejó España para desarrollar el resto de su carrera ¡en México! Pero el activo miembro de Acción Católica que durante la Guerra Civil se pasó en cuanto pudo a la ‘zona nacional’, y que el franquismo premiaría con las más altas distinciones, culminadas con la concesión del marquesado de Torroja, de ninguna manera puede describirse como republicano.
Una cúpula de casquete esférico en el mercado de Algeciras y una estructura laminar cilíndrica en el frontón Recoletos salvan grandes vanos sin apoyos intermedios.
Hijo de un arquitecto y matemático oriundo de Tarragona, a Torroja se le ha buscado asimismo una filiación catalana que lo emparentaría con el ingenio constructivo de Gaudí, y que haría sus láminas de hormigón descendientes de la bóveda cerámica catalana, vinculándolo de paso al valenciano Guastavino, que difundió en Estados Unidos esas estructuras resistentes al fuego. Salvador Tarragó lo presentó de esta guisa hace veinte años, con ocasión de una exposición conmemorativa celebrada en el Colegio de Ingenieros de Caminos de Madrid: ¡si no podía ser de izquierdas, que por lo menos fuese catalán!Y Oriol Bohigas ha llevado esta apropiación a extremos insólitos, refiriéndose al ingeniero como «Eduard Torroja... un catalán afincado en Madrid», en su reedición de 1998 de la Arquitectura española de la Segunda República, publicada originalmente en 1970; claro que esta nueva identidad permite también ser más benévolo con las obras de posguerra del constructor, algunas de las cuales, como la iglesia de Pont de Suert, pasan de ser «los monstruos más ridículos» a sólo «puntos negros inexplicables» de la arquitectura española. Nacido y muerto en Madrid, en Madrid estudió y enseñó, en Madrid desarrolló toda su carrera profesional y en Madrid construyó lo mejor de su obra; y aun así sería mezquino describirlo codiciosamente como madrileño, porque Torroja pertenece más bien al amplio continente de la ingeniería y, dentro de él, a una patria menor que alternativamente denomina ‘la forma’ o ‘la idea’, y que tiene como médula una deslumbrante intuición geométrica.
Con su marquesina volada de hiperboloides reglados, que en el borde sólo tiene 5 cm de espesor, el hipódromo de la Zarzuela (arriba y abajo) fue construido en 1935 junto con los arquitectos Arniches y Domínguez.
Ni republicano ni catalán, tampoco fue Torroja arquitecto en el sentido restrictivo que lo entienden tantos miembros de este gremio, para los cuales considerar ‘arquitecto honorario’ a un ingeniero supone distinguir con una cooptación cómplice al técnico que ha sabido elevarse, por encima del piélago cuantitativo, a las cumbres olímpicas de lo artístico. Defensor de un ‘arte sin artificio’, Torroja transformó la arquitectura sin dejar de ser, ante todo, un ingeniero inserto en la gran tradición científica ilustrada. Su extraordinaria imaginación formal, que llevó a Freyssinet a describirlo como ‘el maestro de las construcciones originales’, proviene de la disciplina geométrica, la intuición estructural y el conocimiento íntimo del material. No hay texto de los suyos más pedagógico y hermoso que el fragmento de Las formas laminares donde da cuenta minuciosa de la gestación racional de las geometrías emocionantes del hipódromo, y que otorga la belleza implacable de la verdad al ritmo leve y ecuánime de esas marquesinas imposibles. De ese linaje lógico provienen también los hiperboloides de hormigón del arquitecto madrileño exiliado en México Félix Candela, y las cáscaras cerámicas del ingeniero uruguayo de origen gallego Eladio Dieste, otros dos constructores que tuvieron la geometría por patria primera; como lo fue también para Miguel Fisac, que hace casi cuarenta años firmaba, junto con Gio Ponti o Richard Neutra, una de las notas necrológicas que deploraban la desaparición del ingeniero.
Hoy celebramos el centenario de Torroja después de asistir impotentes a la demolición de una obra característica de Fisac, otro poeta matemático del hormigón armado; y más bien que lamentar la cínica paradoja, el momento demanda una voz de atención. El frontón Recoletos fue destruido durante los bombardeos del sitio de Madrid, así que las tribunas de la Zarzuela son la construcción de Torroja más valiosa que nos queda. Pero el hipódromo madrileño, tras la gestión del ínclito Sarasola, lleva años cerrado, y es sabido lo que ocurre con los edificios largo tiempo en desuso. Al fin y al cabo, no otra cosa se argumentó para demoler el de Fisac... Sobre el escándalo de la clausura indefinida, que perjudica por igual a los aficionados a la hípica y a los amantes de la arquitectura, a los que se impide la visita, se cierne el peligro de la destrucción legal o clandestina. Es verdad que el asunto parece inverosímil, pero en Madrid lo inverosímil está adquiriendo el hábito de materializarse, por lo que el cúmulo de instituciones organizadoras del centenario del ingeniero haría bien en fijarse la reapertura del hipódromo como el logro más eficaz y fértil de la conmemoración. O nos veremos abocados, como en el caso de la pagoda de Fisac, a la situación esperpéntica de escuchar a lAyuntamiento proponer la reconstrucción ¡mientras la demolición seguía su curso!
A su obra desarrollada tras la Guerra Civil pertenecen el depósito dodecaédrico de carbón, construido en 1951 para el Instituto Eduardo Torroja (arriba) y el depósito de agua de Sidi-Bernoussi de 1961 (abajo).
Y en esta escenificación del absurdo, cabe incluso temer la reconstrucción del frontón Recoletos, al que no han de faltar nuevas localizaciones. Como es de pelota vasca, podría levantarse al lado del Guggenheim, compensando así la ausencia de un Guernica reclamado por idénticas razones figurativas; o bien, atendiendo a los orígenes catalanes del ingeniero, ubicarse en Barcelona junto al facsímil del pabellón de 1937, en un parque temático de la arquitectura moderna que compita a la vez con Port Aventura y el Pueblo Español. Candela y Dieste tienen ya réplicas de sus cáscaras en Valencia y Alcalá de Henares, así que sería imprudente menospreciar la morbilidad contagiosa del simulacro.