Opinión 

Maestros centenarios

Luis Fernández-Galiano 
31/03/2013


Los que fueron nuestros maestros comienzan a doblar el cabo del centenario, y la acumulación de efemérides en 2013 anima a ensayar un retrato pixelado de la arquitectura posterior a la Segunda Guerra Mundial con una decena de biografías de personajes nacidos en vísperas de la Primera. En mi caso, que es también el de tantos otros arquitectos formados en Madrid, la figura más influyente fue sin duda Alejando de la Sota, profesor en la ETSAM durante los años sesenta, mientras admirábamos a distancia al Coderch residencial, ignorábamos a Aburto bajo la sombra de Cabrero, reducíamos a Bonet a la etapa de su exilio, y entendíamos mejor al gran Fisac de los huesos de hormigón que al de los encofrados flexibles. Durante nuestros años escolares, Tange era ya historia, imitábamos al Candilis argelino o berlinés y estudiábamos en urbanismo la ekística de Doxiadis, pero Amancio Williams y Mario Roberto Álvarez serían descubrimientos de la edad adulta, pese a nuestra dependencia cultural de Buenos Aires, capital entonces de la edición de arquitectura en castellano.

Estas madeja de trayectorias iniciadas en 1913 dibujan un paisaje de fidelidades modernas, porque prácticamente todas eluden la fractura ideológica y formal que alumbraría la posmodernidad. El año que viene se conmemoran el centenario del inicio de la entonces denominada Gran Guerra, que devastó los cimientos materiales e intelectuales del Antiguo Régimen, y la Bienal veneciana dirigida por Rem Koolhaas ha propuesto analizar históricamente el proceso por el cual la modernidad gestada en estas convulsiones se absorbió en los diferentes países y culturas, desdibujando sus perfiles específicos y dando finalmente lugar a una arquitectura internacional que la globalización ha extendido por todo el planeta. Pocas figuras tan representativas de este siglo de tránsito como Oscar Niemeyer, cuya reciente muerte a los 104 años cerró un itinerario que le llevó de la modernidad tropical, inconfundiblemente brasileña, a un singular repertorio formal capaz de multiplicarse por su país y el globo como una marca arquitectónica asociada a su poderosa personalidad.

Debíamos pues complementar los centenarios con un tributo al gran maestro que nos dejó tras superar esa edad mítica, y nadie más apropiado que Roberto Segre, que durante los últimos veinticinco años ha sido nuestro historiador y crítico de cabecera para todos los asuntos latinoamericanos, y no digamos ya brasileños. La fatalidad ha interrumpido su vida cuando se hallaba en plenitud de energías creativas e intelectuales, y este número que se abre con la necrológica que redactó sobre Niemeyer se cierra con la suya propia, completando un círculo exacto y doloroso. Hace quince años tuvo la generosidad de celebrar el décimo aniversario de Arquitectura Viva con un extenso artículo donde comparaba nuestro trayecto con el de la canónica Casabella-continuità de Ernesto N. Rogers, y ahora nos abandona sólo una semana después de enviarnos una no menos extensa reseña de nuestra serie Atlas, que juzgaba exageradamente como un gran acontecimiento editorial. Con la desaparición súbita y prematura de Roberto hemos perdido un maestro exigente y un amigo excesivo.


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