Los ingenieros construyeron el régimen de Franco. Frente a la convención que juzga el franquismo ajeno a la técnica o la ciencia, el joven historiador Lino Camprubí muestra hasta qué punto la ideología nacionalcatólica se enredó inextricablemente con la industrialización y la investigación científica. Tanto los ingenieros militares, civiles y agrónomos como los arquitectos transformaron el territorio y las ciudades españolas en un proceso de modernización continuada que desdibuja los límites entre el periodo autárquico y el posterior al Plan de Estabilización de 1959, en muchos casos extendiendo proyectos e ideas de la Dictadura de Primo de Rivera o la Segunda República, y prolongándose sin suturas en la Transición y en la España democrática.
El libro, publicado originalmente en MIT Press, explora estos asuntos con el rigor documental y la elegancia expositiva de la mejor tradición anglosajona, como corresponde a la trayectoria de su autor en la universidad de Cornell, la de California en Los Ángeles, donde se doctoró, y la de Chicago, donde fue profesor invitado. Nieto y discípulo del filósofo Gustavo Bueno, Camprubí se formó inicialmente en la Universidad de Sevilla, y desde 2014 es investigador en el Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia en Berlín, unas credenciales intelectuales que otorgan soporte a su radical revisión historiográfica del régimen franquista.
Formado por capítulos que pueden leerse independientemente, el libro ofrece una historia política del periodo, que se extiende desde los estrechos vínculos entre el Opus Dei y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), con el protagonismo inevitable de Miguel Fisac, hasta la hibridación genética del arroz del Guadalquivir, la oceanografía militar en el estrecho de Gibraltar, la promoción de la energía nuclear o las prospecciones geofísicas de los fosfatos del Sahara. Especial atención se presta al Instituto Técnico de la Construcción y del Cemento (ITCC), dirigido por el ingeniero de estructuras Eduardo Torroja, que fue durante los años cincuenta el centro mejor financiado del CSIC, y al que se dedican dos capítulos.
Su edificio, apodado Costillares por su estructura exterior, quiso ser un emblema de las posibilidades que ofrecía la construcción científica e industrializada, y tenía como icono un colosal dodecaedro que servía de silo para el carbón de las calderas. Parodiando la simbología masónica, Torroja creó la Negra Orden del Dodecaedro Blanco para defender ‘los más elevados ideales constructivos’ frente al ‘malvado icosaedro’, y Camprubí encuentra en esta anécdota jovial —donde los ingenieros reiteran la convicción de Platón y Kepler sobre el dodecaedro como la forma más cercana a la perfección entre los sólidos regulares— un símbolo del empeño de los técnicos por colocarse «en el centro del Nuevo Estado… para cambiar la faz de España».
Aunque se echen de menos episodios tan significativos como los vinculados a las dos empresas del Instituto Nacional de Industria (INI) fundadas por el ingeniero militar José Ortiz Echagüe, el fabricante de automóviles SEAT y la aeronáutica CASA —que por cierto dieron lugar a singulares experiencias arquitectónicas—, el volumen transforma la percepción rutinaria del franquismo, iluminando su dimensión técnica, subrayando las continuidades frente a las rupturas, e invitando a reconsiderar el papel de los expertos y el conocimiento en las sociedades contemporáneas. La Orden del Dodecaedro, a lo que parece, sobrevivió a Torroja, y sigue gobernando nuestro destino colectivo.