De forma casi inadvertida, los jóvenes turcos devienen jóvenes maestros. Doblado el cabo de los 50 años, y con 25 de ejercicio profesional, Francisco Mangado no es ya el representante arquetípico de aquella joven generación española que ingresó en las escuelas de arquitectura al mismo tiempo que se alumbraba la democracia, y que inició su vida profesional coincidiendo con las ilusiones políticas de los primeros gobiernos socialistas y con la prosperidad económica de la segunda mitad de los años ochenta. Esa generación pragmática y plural, «sin otra adscripción definida que a una cierta abstracción lírica ni otra fidelidad notoria que a un impreciso realismo constructivo», como en su momento la describí, ha conocido la decepción política y la crisis económica, fragmentándose en un haz de trayectorias individuales donde la de Mangado es una de las más destacadas, probablemente la más prolífica, y sin duda alguna la más enérgica en su activismo pedagógico.
Convertido en un maestro constructor que ha dejado ya su impronta en un sin número de promociones de la Universidad de Navarra —compartiendo la vocación docente de buena parte de sus coetáneos, pero también en la tradición académica de sus paisanos Francisco Javier Sáenz de Oíza, que marcó con su enseñanza oracular la Escuela de Madrid, o Rafael Moneo, que transformó con su erudición inteligente Barcelona primero y Harvard después—, Mangado ha concebido su formidable acervo de obras en diálogo permanente con una inquietud social y política que le mueve a perseguir una disciplinada responsabilidad contextual, técnica y económica más bien que a delinear una carrera basada en la autoría y el lenguaje. Es esta voluntad de ejemplaridad pedagógica—que con todo no excluye que la consistencia de su trayecto lo vaya haciendo autor malgré soi— lo que ha animado a publicar diez obras de su última década bajo la asignación a un decálogo personal.
Presentados con su prosa urgente, y en orden cronológico de proyecto, en el número se suceden la sabiduría urbana y contextual del Baluarte, el material táctil en el bronce del museo arqueológico de Vitoria, la topografía granítica e histórica del palacio de congresos de Ávila, la economía exacta de la sede de Gamesa Eólica, la exploración técnica del centro de formación de Santiago, el alarde espacial del auditorio de Teulada, el programa heterogéneo del estadio de Palencia, la fertilidad creativa del proceso en la piscina de Orense, el impacto simbólico de la representación en el Pabellón de España y el respeto a la naturaleza y el medio rural en los galpones lacónicos de la hípica de Ultzama: una obra horaciana con la que el arquitecto y aquí también cliente cierra el bucle navarro, regresando a los paisajes esenciales de su origen, donde inició su ca-mino con plazas o bodegas y donde todavía encuentran alimento las robustas convicciones de este reformador à rebours.