El territorio gallego está formado por cientos, miles de valles, de diverso tamaño y configuración, que se van acoplando los unos a los otros, y articulando, en tanto que descienden desde las altas montañas del interior hasta el mar. También cientos, miles, de ríos, riachuelos y regatos discurren por el fondo de esos valles, venciendo los obstáculos que encuentran a su paso, erosionando y arrastrando tierras o perforando montañas de piedra, si es preciso, para llegar al mar.
Y al igual que ocurre con la orografía y la hidrografía sucede en Galicia con sus habitantes, quienes desde tiempos inmemoriales vienen protagonizando una larga marcha que los lleva, generación tras generación, a desplazarse desde las tierras del interior hasta la costa, arrastrados por esa fuerza imparable, por esa atracción inevitable que ejerce el mar y que acaba convirtiéndonos a todos los gallegos en marinos, marineros… o marineros en tierra. Y que nos impulsa a navegar o, simplemente, a sentarnos en una roca o en la arena de una playa para ver, entrever o soñar esos mundos misteriosos, entre nieblas, iluminados por los haces de luces fantasmales de faros ignotos, que excitan nuestra imaginación y nos convierten en navegantes solitarios de un mar de soledad y saudade, en náufragos de alguna singladura.
Estas últimas semanas se ha producido en este mar una catástrofe de magnitud todavía incalculable, que ha transformado esas aguas claras y transparentes —que a los gallegos de la costa aportaban sensación de libertad, a los del interior esperanza y a todos nos limpiaban la vista e iluminaban el alma—, en una mancha espesa, viscosa y negra; en un infierno. A estas alturas, sin poder todavía establecer un balance definitivo de la tragedia, es posible afirmar que harán falta bastantes años para recuperar el ecosistema marino y también la moral de las poblaciones asentadas en el borde litoral. Quizá tantos como los que han transcurrido —más de veinticinco— desde que Álvaro Cunqueiro, el gran escritor gallego de la segunda mitad del siglo XX, dijera: «Nuestras gentes del mar ahora deben saber que hay un monstruo, una enorme bestia imprevisible que se llama el petrolero, que viaja constantemente hacia nuestras costas y que hay que exigir que desde que aparezca en ellas sea dominado como Dios dominaba a Leviatán… bien escoltado a babor y estribor y que vomite como el perro del gran Turco en el pozo que le está destinado... [si no es así]... Podemos asistir a la muerte del Mar…a la muerte te de nuestro mar…. Todo depende de que tres o cuatro bestias de estas hociquen contra el Finisterre y se desangren. Es muy sencillo. Es perfectamente previsible…»
El alcance aún provisional de los daños producidos en la flora, la fauna y el paisaje marinos es desolador. No se trata aquí de describirlos, ni tan siquiera de enumerarlos, pero sí de apuntar que sin duda el mayor de todos ellos deviene de la falta de credibilidad en las instituciones políticas y administrativas. También de la desconfianza ante ciertos medios informativos que sumieron a los afectados directos e indirectos en la incertidumbre, la desazón y la indignación.
Porque con ser gravísima la destrucción de una buena parte del medio natural y de la riqueza del país, son mucho más graves las consecuencias provocadas por la marea de noticias contradictorias y de mentiras que acompañó a la otra marea, la negra, y que sumió en el desconcierto, la inseguridad y el desamparo a todos los afectados. La ausencia de información veraz en este penoso proceso desde sus comienzos ha sido, sin duda, lo más grave de todo lo acontecido en estas últimas semanas. Porque la desgracia conlleva como contrapartida el estímulo de la solidaridad, que estrecha lazos ya existentes y teje otros nuevos a veces insospechados. La mentira, por el contrario, divide, enfrenta, envenena todo lo que alcanza y mata la confianza; acaba ensuciando no sólo las playas, sino la relación de las personas entre sí y las de éstas con las instituciones.
En Galicia no es sólo esa marea la que nos amenaza. Por eso, al tiempo que nos indignamos —y con razón—por la falta de previsión, la ineficacia y la tergiversación informativa en el caso del Prestige, no estaría de más que recordáramos y nos indignáramos con otras mareas: una que asola nuestros montes llenándolos de especies vegetales como el eucalipto, y otra, la edificatoria, que en las últimas décadas se propaga y avanza inexorablemente desde el interior hacia la costa destruyendo la geografía, la historia, la naturaleza y el singular paisaje de este país, dejando en evidencia las causas que las originan, que no son otras que el ansia especulativa y el mal gusto de promotores, usuarios y arquitectos, así como la falta de sensibilidad de las instituciones y organismos que lo consienten.
Por eso podría ser buena esta ocasión para que, al tiempo que exigimos medios materiales con los que combatir la marea negra, ayudas para paliar sus efectos económicos y rigor en las medidas para que no vuelva a ocurrir nada parecido en el mar, reivindiquemos en la tierra una arquitectura más auténtica, que se asiente en el territorio con racionalidad. Una arquitectura respetuosa con el medio en el cual se inserta, que administre y dosifique los recursos económicos y materiales disponibles. Una arquitectura que aprenda de la tradición sin dejarse arrastrar por lo vernáculo, y de la modernidad sin apuntarse a las modas. Una arquitectura que sin renunciar a la belleza e incluso al espectáculo, persiga por encima de todo la verdad, como nos recordaba Celibidache que tenía que ser la música y como debería haber sido la actitud y el comportamiento de todos, políticos, funcionarios y periodistas, ante la marea negra que estos días asola las costas gallegas. En Galicia se está repitiendo hasta la saciedad el eslogan Nunca máis. A ver si es verdad.