El contexto actual de crisis ha puesto en evidencia las carencias de aquellos estudios españoles que, huyendo de la descomposición de nuestro mercado inmobiliario, han intentado competir en el exterior con las grandes corporaciones de sesgo anglosajón. Estas carencias no sólo tienen que ver con el tamaño de las oficinas, sino también con la organización del trabajo y, en muchos casos, con el propio perfil de los arquitectos.
Desde el comienzo de la modernidad arquitectónica y acaso antes, en España —también en Portugal— se ha venido practicando una arquitectura cuya concepción y ejecución respondía a organizaciones y esquemas de índole artesanal —pequeños estudios y mano de obra cualificada—, dando lugar a resultados formales que, en general, son buenos, pero que no podrían explicarse sin la relación directa y continuada que se establecía entre el arquitecto, el proyecto y la obra finalmente construida.
Basado en la confianza, pero también en el considerable poder y el celo de los arquitectos por sus competencias, y en la militante influencia de los colegios profesionales, este modo de practicar la arquitectura no ha requerido hasta el momento grandes estructuras, y ha conducido a una gran atomización.
A ello contribuía, por otro lado, la abundancia de encargos y su cercanía geográfica, la titularidad pública de la mayoría de los proyectos relevantes y la generalización del sistema de concursos abiertos, cuyos jurados solían estar dominados por arquitectos comprometidos y de prestigio, a los que en parte se debía también la innegable calidad de la arquitectura construida durante este tiempo.
Aparte de estas razones profesionales, económicas o políticas, había también otras de una índole distinta, más bien intelectual o ideológica, que concernían tanto a lo que las propiedades esperaban de los arquitectos como a lo que estos creían que debían ofrecerles, que no era, por supuesto, la ‘eficacia’ entendida a la manera anglosajona, sino la singularidad de un lenguaje particular concebido menos como una ‘marca’ que como un ‘estilo’ capaz de garantizar que los edificios, por imperfectos que fuesen —o precisamente por ello—, tuvieran una suerte de ‘alma artística’.
Es precisamente la distancia que media entre la noción de marca y la de estilo la que da cuenta de las dificultades que, ahora que la crisis arrecia, sufren los arquitectos españoles en su intento de improvisar su salida al mercado extranjero. Pues no es tanto el estilo, es decir, la expresión de una manera personal de entender la arquitectura, cuanto la marca, esto es, el distintivo que un ‘fabricante’ de arquitectura pone a los productos de su industria y que le prestigia por su probada calidad en todos los aspectos, lo que se busca allá fuera, en el mundo exterior.
Si fuese sólo una cuestión de tamaño, no nos sería muy difícil construir marcas propias y agresivas, pues bastaría con establecer alianzas estratégicas con otros agentes complementarios o afines para alcanzar la masa crítica que nos permitiese competir en el exterior. Pero el problema es más complejo, pues la noción de marca atañe también a lo que podemos denominar la eficacia de la producción, es decir, la consideración, desde el origen del proyecto, de aquellos aspectos logísticos de la arquitectura que, precisamente, han tenido en España, hasta el momento, una importancia relativa, como son el control presupuestario o la capacidad de establecer conexiones horizontales entre todos los agentes del proyecto.
Rodeándose de profesionales competentes y desarrollando los proyectos en los plazos de los que, en general, disponen los arquitectos fuera de España, no parece que sea imposible evitar los desvíos presupuestarios. Es mucho más difícil, por el contrario, establecer esos lazos horizontales que son comunes entre los diversos agentes que intervienen en los proyectos extranjeros. Y lo es porque la estructura en España adopta una dirección opuesta: no es sólo vertical, sino propiamente piramidal, ya que el arquitecto —único interlocutor de propiedades que, al ser generalmente públicas, son poco exigentes— asume toda la responsabilidad del encargo, subcontratando a discreción a calculistas de estructuras, ingenieros de instalaciones y aparejadores, de tal manera que, más que coordinación, lo que se produce a lo largo de los muchos años que dura la gestión de un proyecto es un modo de trabajar jerárquico que, por un lado, prima la excelencia formal —es decir, asegura que el edificio se construya con el ‘estilo’ del arquitecto—, pero, por el otro, invalida para trabajar en contextos en los que el arquitecto es sólo una parte más de un proceso en el que las responsabilidades se comparten y las decisiones se negocian.
Otro peso que lastra la salida al exterior es el carácter endogámico de nuestra arquitectura, muy centrada en los aspectos formales pero poco interesada, en general, por las cuestiones sociales y participativas que en otros países competen de manera directa a la profesión. De hecho, de la experiencia en el extranjero, sobre todo en los países más desarrollados, se deduce la creciente necesidad de configurar estructuras más complejas y variadas, en las que los conocimientos interdisciplinares estén integrados en la propuesta final, dando garantías a las propiedades de que la toma de decisiones se ha realizado con una estrategia global. Por supuesto, esto obliga a generar propuestas programáticas e ideológicas basadas en el manejo de variables en las que hasta el momento ni siquiera habíamos pensado. El escenario, por tanto, cambia completamente: ‘lo formal’ no sólo queda constituido por aquellas categorías que conocemos bien y que forman parte del concepto de ‘estilo’ —el lenguaje, el contexto, la construcción—, sino por otras de carácter distinto —la estrategia logística, política, social y económica del proyecto— relacionadas por lo que, a falta de mejor término, incluimos en la denotación amplia del concepto de ‘marca’.
¿Es posible integrar estas nuevas variables sin perjuicio de la calidad y la especificidad que hoy ofrece nuestra arquitectura? El reto de superar esta crisis palidece frente al de construir un nuevo modelo para la profesión.