Opinión 

Madrid, cortesano y menestral

Luis Fernández-Galiano 
30/11/2002


La ciudad perezosa. Aunque políticos y arquitectos se empeñan en configurar un paisaje voluntario, la inercia física del relieve, las trazas y el carácter dotan a la materia urbana de una memoria tenaz que se resiste a la mudanza. Esta indolencia rutinaria de los emplazamientos, semejante a la histéresis con la que los ecológos explican la persistencia morfológica en la naturaleza, contamina el entusiasmo propositivo de los proyectos con un perfume de realidad que los adapta o los elimina. Así ocurrió con la fantasiosa propuesta de un colosal complejo cultural de vanguardia entre las naves de una vieja industria junto a la madrileña estación de Delicias, realizada al cabo como un inerte almacén de los libros del Depósito Legal y los expedientes que prolíficamente producen los funcionarios regionales; y así está ocurriendo con la añeja idea de un museo de tapices junto al Palacio Real, que en sus últimas encarnaciones va encontrando el lugar que le corresponde en la cornisa de Madrid, y que todavía experimentará previsiblemente algún ajuste para acomodarse al perfil paulatino de la acrópolis del Manzanares.

En la cornisa monumental de Madrid, el proyecto del Museo de las Colecciones Reales se propone como un basamento para la plaza donde se levanta la catedral de la Almudena, configurado por una celosía de pilares pétreos.

En las alturas físicas y simbólicas de la capital española, el Museo de las Colecciones Reales ha sido encomendado a Luis Moreno Mansilla y Emilio Tuñón tras un irregular concurso que originalmente había dado por ganadores a los hermanos Cano Pintos, y que una sentencia de la Audiencia Nacional —motivada por un recurso del arquitecto Antonio Vázquez de Castro— había obligado a repetir. El resultado ha sido especialmente decepcionante para el estudio de los hijos del fallecido Julio Cano Lasso, un arquitecto de cauta modernidad que dibujó con solícita reiteración los perfiles reales e imaginados de la cornisa monumental madrileña, y lo cierto es que todo el proceso ha sido conducido por Patrimonio Nacional con tan ensimismada indecisión y hermética reserva que hace obligado atribuir a este organismo la principal responsabilidad del barullo. Ya en la presentación inicial de 1999, Mansilla y Tuñón habían propuesto realizar el museo sin vaciar la explanada frente a la catedral, construyéndolo en la banda que delimita la actual plataforma, ampliada con un solar propiedad de la iglesia; tres años después, y obtenido por Patrimonio el solar en cuestión, los concursantes finalmente seleccionados —entre los que ya no se encontraban los hermanos Cano— han podido tomar como punto de partida la opción originaria de Mansilla y Tuñón, y el desenlace definitivo de este enredado procedimiento ha confirmado la solidez estratégica del planteamiento de la pareja madrileña. 

En el sur del centro y junto a la estación de Atocha, el proyecto del archivo y biblioteca regionales compone un collage urbano con piezas nuevas y edificios de la antigua fábrica de cervezas El Águila.

El proyecto, configurado como una apretada celosía monumental de grandes pilares de granito que sirve como basamento de la plaza donde se levanta la Almudena, tiene la lógica impecable y excesiva de su nítida reiteración estructural y —más allá de anécdotas triviales como la escenográfica embocadura de oro o las grandes letras exentas, de sabor pop— a su inteligente interpretación topográfica del emplazamiento sólo cabe reprochar la presencia rotunda y prismática del cuerpo situado sobre el nivel de la plaza, que al extender el museo hasta la altura de las alas del palacio resta dramatismo a la implantación de los volúmenes escalonados de la catedral sobre el extremo de la cornisa: con 40.000 metros cuadrados, el edificio puede permitirse perder superficie para ensamblarse con más cortesía en la memoria perezosa de la ciudad, que lo metabolizará de forma más pacífica cuanto más asuma su condición de zócalo.

Del palacio a la fábrica

Que Mansilla y Tuñón saben escuchar el rumor de los lugares lo prueba el conjunto terminado en el barrio de Arganzuela, una antigua fábrica de cervezas que los arquitectos han transformado en archivo y biblioteca con la áspera contundencia y la expeditiva ejecución propias de su condición industrial. En contraste con la solemnidad arcaica de los monolitos graníticos en las alturas de Palacio, la desolación proletaria de estas mediocres construcciones neomudéjares junto a las vías tristes de una estación obsoleta se interpreta con un collage distraído de prismas de hormigón y vidrio que se maclan con las naves minuciosas de ladrillo y los cilindros carenados de los silos metálicos. Elegante y eficaz, el centro documental se ejecuta por los arquitectos con el aplomo compacto que ya manifestaron en sus museos de Zamora y Castellón, y únicamente el capricho polícromo de los seis tonos de rojo con los que decoran la fachada del archivo—tomados de Te mando este rojo cadmio..., un prescindible volumen epistolar del alternativamente lúcido y lacrimógeno John Berger— permite que los intereses literarios y artísticos de los autores se asomen por las rendijas de lo que está concebido con sólida persuasión constructiva y funcional.

La rehabilitación asume los vestigios del pasado fabril del edificio e incorpora materiales y mobiliario de sabor industrial: el hormigón y el vidrio se avienen con las naves de ladrillo y los silos metálicos.

El concurso de 1994 que está en el origen de esta obra proponía levantar en el recinto un gran centro cultural capaz de extender el eje artístico del Paseo del Prado hasta el sur ferroviario de Delicias, pero el voluntarismo de los políticos quedó varado en la inercia reticente de la ciudad, que transformó el volcánico Leguidú en una rutinaria Biblioteca Joaquín Leguina, nombre definitivo de la institución que ahora se inaugura junto al voluminoso archivo regional y una modesta sala de exposiciones para el barrio. Escenario durante un tiempo del tango entre Alberto Ruiz-Gallardón y su predecesor socialista en la presidencia madrileña, el complejo de El Águila se bota en un momento en el que el retorno al redil de Génova del ambicioso y brillante político conservador —que competirá por la alcaldía con la presencia de Ana Botella en su lista electoral—obliga a difuminar los rastros de su conducta revoltosa, poniendo en sordina este brindis al sol pálido de los lunes. Pero la indolencia urbana se había ocupado ya de conferir a este bodegón heteróclito de depósitos el carácter menestral y burocrático que conviene a su entorno y su función, levantando una naturaleza muerta que sólo los viejos en busca decalefacción y periódico o los jóvenes con los apuntes escolares redimirán de su vocación inmóvil.

Junto a catedrales y palacios o entre fábricas y vías, la ciudad de arriba y la de abajo dibujan paisajes segregados que la voluntad individual apenas altera: asumiendo esta testaruda resistencia urbana, es rasgo característico del talento arquitectónico la capacidad de interpretar partituras diversas, como en estos lugares tan alejados han sabido hacer Mansilla y Tuñón, que en esta etapa de madurez manifiestan ser capaces de competir en agilidad adaptativa con su maestro Moneo. Y acaso también como su cliente Ruiz-Gallardón, quien, imitando a los tenistas, se desplaza a la izquierda o a la derecha para regresar siempre al centro, ese lugar de incierto equilibrio donde habita la inercia de la opinión que gobierna las grandes urnas y los grandes proyectos.


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