Opinión  Premios 

La muerte y la doncella

Europa entre los premios y la guerra

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La muerte y la doncella

Europa entre los premios y la guerra

Luis Fernández-Galiano 
17/04/1999


En medio siglo  no ha conocido Europa un abril más cruel. La tragedia humana y el drama político de los Balcanes transforman el cuerpo simbólico del continente, y la carne sedosa de la doncella que Ticiano o Rubens representaron a lomos de un vigoroso toro de espuma se convierte en la piel pálida y espectral de la mujer que se enlaza con la muerte en los lienzos inquietantes de Hans Baldung Grien. La sensualidad opulenta y satisfecha de la Europa del euro se torna en el erotismo perverso y necrófilo de la alianza que defiende la vida con la belleza vulnerable de un avión invisible. Pero el mundo sigue su curso, y mientras el pulso criminal de un nacionalismo iluminado arrastra a serbios y albaneses hacia un abismo de dolor y resentimiento, los líderes europeos discuten en Berlín o en Bruselas de leche y cereales, las carreteras se cobran su peaje de víctimas del ocio, y los arquitectos celebran con sosiego los mejores proyectos de la temporada en el continente.

La industria aeronáutica ha mostrado en la guerra de Yugoslavia tanto las formas plegadas del F-117 (abajo) como el perfil sinuoso del B-2 (arriba), dos aviones cuya geometría deconstructiva o informe fascina a los arquitectos.

El más popular de los premios europeos es sin duda Europan, un colosal concurso para arquitectos jóvenes que moviliza cada dos años a un ejército de participantes, los cuales proponen proyectos residenciales en las numerosas ciudades del continente que brindan emplazamientos y encargos, desde Finlandia hasta Grecia, y desde Rumanía hasta Portugal. Pero el más prestigioso es el premio Mies van der Rohe de Arquitectura Europea, promovido por la Comisión y el Parlamento europeos, y que se concede bienalmente —a través de la fundación barcelonesa que tiene el famoso pabellón de Mies como sede— entre los edificios realizados por arquitectos del propio continente, bien en los países miembros de la Unión Europea, bien en estados europeos asociados a ésta.

Tras ser galardonado por la fundación Carlsberg, Peter Zumthor ha obtenido con la Kunsthaus de Bregenz el premio Mies van der Rohe, la máxima distinción concedida a edificios construidos en Europa.

Europan, que hizo públicos los resultados de su quinta edición el último día de marzo, ha reunido en esta ocasión 1.700 proyectos de jóvenes arquitectos europeos, destinados a emplazamientos en 65 ciudades del continente, y que han sido juzgados por trece jurados, otorgándose un total de 50 galardones y 63 menciones. En el caso de los españoles, cuya participación ha sido tan numerosa y compacta como de costumbre, los resultados avalan la salud lozana de la arquitectura joven: además de adjudicarse todos los puntos que se disputaban en casa, han conseguido una meritoria victoria en campo contrario. En Almería, Baracaldo y Cartagena triunfaron tres equipos madrileños, Cano y Abarca, Eduardo Arroyo, y Hevia, García de Paredes y Ruiz, mientras que en Ceuta lo hizo la pareja sevillana de Morales y González; por su parte, el también madrileño Alberto Nicolau obtuvo la victoria en la ciudad holandesa de Almere, un logro especialmente relevante a la luz de la escasa afición de los españoles por competir fuera del país, y ello pese a lo poco caseros que en esta competición son habitualmente los arbitrajes.

El Palacio de Congresos de Lucerna, de Jean Nouvel, el Museo Liner en Appenzell, de Gigon y Guyer y la villa en Burdeos, de Rem Koolhaas compitieron en la recta final por el premio Mies van der Rohe.

El premio Mies, que comunicó en enero la lista de los 34 finalistas de su sexta edición, realizó la segunda y definitiva reunión del jurado los pasados 7 y 8 de marzo en la ciudad alemana de Weimar, Capital Europea de la Cultura, y de este encuentro surgió el ganador que el 16 de abril recibió el galardón (dotado con 50.000 euros) en el Pabellón de Barcelona: el arquitecto suizo Peter Zumthor, que ya estuvo entre los favoritos hace dos años con el laberinto pétreo y mágico de los baños termales de Vals, y que en esta ocasión lo ha obtenido por la Kunsthaus de Bregenz, un edificio ensimismado y lírico en una pequeña ciudad austriaca al borde del lago Constanza. Entre los finalistas de esta edición figuraba el Museo de Arte y Arquitectura de Rafael Moneo en Estocolmo, así como tres realizaciones en España: una piscina cubierta en San Fernando de Henares, de Mansilla y Tuñón; el centro cultural de Villanueva de la Cañada, de Juan Navarro Baldeweg; y el Museo Universitario de Alicante, de Alfredo Payá. Sin embargo, ninguna de estas obras llegó a la recta final, donde Zumthor tuvo que competir con el Palacio de Congresos de Lucerna, una realización del francés Jean Nouvel que el jurado prefirió trasladar a una futura edición; el Museo Liner en Appenzell, de los suizos Gigon y Guyer; y la villa en Burdeos del holandés Rem Koolhaas. Pero el premio habría de recaer en Peter Zumthor, un maestro secreto que obtuvo recientemente el generosamente dotado premio Carlsberg, y que completa así la temporada más brillante de una carrera intensa y tardía.

La Kunsthaus de Bregenz, de la que ya nos hemos ocupado en otras ocasiones, es un gran cubo revestido de vidrio, de una perfección obsesiva y hermética, que apila varias plantas de exposición tenuemente iluminadas por la claridad que se filtra a través de los techos translúcidos. Desde el exterior, su rigurosa geometría de cristal no deja adivinar la intimidad introvertida de sus salas, cerradas al paisaje con pantallas de hormigón que delimitan ámbitos casi miesianos, de exactitud vacía y silenciosa, metafísicos en su abstracción atroz, y místicos en su desnudez negativa. Enclaustrados en la pureza dolorosa de estos espacios ensimismados y exquisitos, resulta inevitable entenderlos como el reverso reticente de las geometrías amables y agitadas del museo Guggenheim bilbaíno, la mejor representación finisecular de la comercialización populista del arte, y a la vez el primer edificio diseñado con las refinadas herramientas informáticas de la industria aeronáutica.

Esa misma industria ensaya ahora sus productos más singulares en el teatro caótico de los Balcanes, donde se ha asistido simultáneamente a la constatación de la vulnerabilidad del mítico F-117 Nigh-thawk, el stealth fighter de la Lockheed (un avión furtivo cuyas insólitas formas plegadas lo han hecho objeto de culto entre los arquitectos), y al estreno mundial del formidable B-2 Spirit, un bombardero también invisible pese a sus 52 metros de envergadura, construido por la Northrop Grumman en forma de gigantesca ala delta, y que cuesta la pesadilla de 320.000 millones de pesetas por aparato,una cifra que hace palidecer cualquier censurable exceso de la arquitectura. La alianza ha celebrado su quincuagésimo aniversario y la entrada de tres nuevos miembros en el remolino inevitable de un conflicto anunciado, y Europa se construye con hortalizas y premios mientras su cuerpo dócil de doncella núbil se enreda con la muerte en el vértice de encuentro de sus grandes placas tectónicas culturales, étnicas y religiosas, donde el roce abrasivo de las identidades destruye paisajes y personas. Ahora sabemos ya que si el pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, esa estrella tiene cuatro puntas, y sabemos también que el toro raptor de la doncella era el animal de sangre y sombra del Guernica, y sabemos igualmente que la canción de Schubert remite sólo al horror hipnótico de la mujer ceñida por la muerte.


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