Opinión 

La devoción de lo nuevo

Luis Fernández-Galiano 
31/08/1996


La casa española moderna es española por obligación y moderna por devoción. Pese a la grávida herencia formal, a la continuidad material de las técnicas y a las limitaciones rigurosas de las topografías y los climas, las mejores casas españolas rehúsan limitarse a la combinatoria de invariantes castizos y persiguen con fervor converso la religión moderna. Las huellas del pasado, desde luego, emergen por doquier: el patio romano o la cerámica árabe, la construcción pétrea del norte lluvioso o los prismas encalados del Mediterráneo, la galería o las tapias, el laberinto o la alberca. Sin embargo, esta memoria testaruda de las formas actúa sólo como un minucioso telón de fondo ante el que se despliega la voluntad moderna, empeñada en construir para una vida nueva sobre el tenaz tapiz de lo que Unamuno llamase «el macizo de la raza».

El puritanismo severo del Estilo Internacional, tan fácil de sintonizar con la lógica blanca y espontánea de la edificación vernácula en la España cálida, habría arraigado en las tierras ásperas de la Península si las catástrofes bélicas no hubieran aplastado los brotes indecisos del nuevo lenguaje, que apuntaban profusos en los años treinta. Pero fue necesario esperar hasta los cincuenta para asistir a una floración decidida de proyectos modernos, favorecidos entonces por las revisiones templadas del fundamentalismo funcionalista. El deshielo político alimentó los torrentes optimistas de la década siguiente, que enriqueció los registros expresivos con el organicismo y cimentó el pragmatismo profesional con un realismo hijo a la vez de la prosperidad económica, de la maduración disciplinar y de la bancarrota del dogmatismo estilístico.

Ese caudal impetuoso se embalsó en los años setenta, detenido por la crisis ideológica del 68 y el estancamiento económico que produjeron las crisis petroleras de la década; la posmodernidad arquitectónica dio forma al desencanto, legitimando la memoria y la ironía a través de algunas casas polémicas, premodemas en su espíritu y antimodemas en su retórica. Pero tras el dinamismo hiperactivo de la transición política, la ebullición social y el recalentamiento económico propiciaron en los ochenta españoles una copiosa cosecha de construcciones fieles a la devoción blindada por lo moderno. Matizada por acentos líricos, adornada con referencias cultas o vernáculas, y enjoyada acaso en exceso por el fulgor mediático, esta vigorosa tradición de lo nuevo se extiende hasta el presente, manifestando con elocuencia la persistente nostalgia moderna de una arquitectura demasiadas veces reducida a su veta castiza y brava.

En todo este proceso de historia sincopada, las casas actúan como sismógrafos sensibles, luces de posición y manifiestos abreviados que jalonan el camino con más notoriedad cuanto más sintéticamente taquigráficas. Pocos ejemplos mejores de ese laconismo sincrético que la casa de Pantelleria, construida en una pequeña isla italiana por Clotet y Tusquets en las postrimerías del franquismo. Tras la geometría adusta de los pórticos en terrazas se oculta la sensualidad sombreada del estío, reuniendo la soledad arcaica de los alineamientos de hormigón con el refinamiento contemporáneo del ocio distante. Extraviada entre Sicilia y Túnez, esta casa española en el exilio amable del verano amalgama topografía y memoria con la promesa de libertad del proyecto moderno: diminuta y escueta, resume medio siglo y lo articula, como una bisagra volcánica y lejana sobre cuyo gozne pétreo gira la inocencia sabia de la pasión moderna.


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