El arte contemporáneo ha transitado del cubo blanco al espacio industrial. La pureza inmaculada y abstracta de las salas que se juzgaban más apropiadas para exhibir la creación artística de nuestro tiempo ha sido reemplazada por la robusta materialidad y la atmósfera fabril de la última generación de museos. Tanto la escala colosal de muchas esculturas e instalaciones como la forma de producción o los materiales corrientes de tantas de las piezas reclamaban entornos de este género, y de hecho un gran número de instituciones artísticas han elegido alojarse en fábricas obsoletas. Pero incluso las galerías de nueva planta evocan, con el énfasis seco o el aplomo severo de su construcción, espacios más funcionales que simbólicos, donde antes se imagina el fragor de las máquinas que el rumor de los pasos. Si en su día se abandonaron las salas palaciegas del arte antiguo, hoy son los prismas herméticos de las vanguardias los que se dejan atrás.

Lejos de entenderse como cofres que guardan y exhiben objetos preciosos, las instituciones del arte último se conciben como lugares de encuentro comunitario, agentes activos del cambio social y espacios de producción de mensajes, significados y narraciones, donde el sistema de las artes se legitima mediante su inserción en lo colectivo. Fábricas de ideas y escenarios de representación, los museos y las fundaciones del arte reciente aspiran a ser herramientas de identidad local y a la vez nodos de una red global que comparte experiencias y actividades, procurando reconciliar la voluntad política de muchos de sus protagonistas con las inevitables servidumbres del comercio del arte. Promovidas a menudo por magnates o mecenas que persiguen perpetuar su nombre o manifestar su generosidad, estos ámbitos de las artes prestan un servicio público que no es fácil de articular sin roces abrasivos con su origen privado.

Fábricas desde luego, aunque siempre indecisas entre el artefacto y el artificio, las instituciones del arte contemporáneo ensamblan su condición productiva con su naturaleza escenográfica, y muchas de ellas han logrado desbordar los estrechos límites minoritarios de la Kunsthal tradicional para convertirse en contenedores sociales de masas, como quizá conviene a la expresión artística de nuestra época. En cuatro ciudades de heterogénea vida cultural —Nueva York, Miami, Milán, Shanghái— y asociadas a coleccionistas de muy diferente carácter, desde la mítica Gertrude Vanderbilt Whitney o el polémico Jorge M. Pérez hasta parejas como Miuccia Prada y Patrizio Bertelli o Liu Yiqian y Wang Wei, las cuatro realizaciones que aquí se presentan tienen en común el genio interpretativo de sus arquitectos, que sin excepción han sabido poner sus distintos emplazamientos y programas al servicio de las gentes y de las artes.


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