Los depósitos polvorientos de antigüedades y pinturas se convirtieron en escenarios iluminados, y ahora un rechazo fatigado del espectáculo propone transformar los museos en archivos. Combinando el activismo social con la teoría literaria postmoderna, los defensores de esta mutación institucional se declaran hostiles a los consensos cristalizados en los cánones, se oponen a la jerarquización de la excelencia y ponen en cuestión la singularidad de la autoría. Aparentemente, dan voz a una multitud anónima y olvidada frente a los héroes mediáticos manufacturados por la historia mitológica y la industria cultural; en realidad, los abogados del archivo como panacea forman una nomenklatura intelectual que se asigna la representación de unas comunidades en imaginaria pugna con el estado como instrumento de su propio forcejeo por la hegemonía ideológica y la influencia política.
En una primera fase, los museos multiplicaron sus visitas como resultado de la extensión de la educación a capas cada vez más amplias de la población, y su mayor frecuentación por los escolares y la burguesía urbana hizo de sus narraciones históricas y artísticas parte del proceso de construcción de las identidades nacionales y de la cohesión social que reclama la estabilidad de los estados. Posteriormente, la reducción en el coste de los viajes y la generalización del ocio en el Occidente próspero hizo de sus museos destinos recreativos y turísticos, insertándose sus contenidos en unos relatos globales que desdibujaban sus perfiles específicos, contribuyendo a la creación de unos cánones transnacionales donde los mitos locales se diluían en la lingua franca de la industria cultural contemporánea.
Los museos se hicieron mayores y más complejos, así como más numerosos y diversos. El crecimiento mediante ampliaciones sucesivas otorgó más espacio a las colecciones permanentes, a los ámbitos de exposición temporal que permiten renovar periódicamente la oferta para seguir atrayendo visitantes, y a un cúmulo de instalaciones auxiliares destinadas bien al personal de la institución, bien al público general, desde los talleres y oficinas de los empleados o las bibliotecas y auditorios para la investigación y la comunicación hasta los restaurantes y tiendas que de un tiempo a esta parte han proliferado de tal suerte que muchos museos semejan ser más bien centros comerciales con food court, un desarrollo que provoca la ansiedad de los que añoran el aura sagrada de la cultura.
A la vez que los museos tradicionales se convertían en destinos de masas con programación expositiva cambiante y grandes instalaciones de acogida, surgía por doquier un sinnúmero de nuevos establecimientos, presentados bajo la denominación de museos o la menos exigente de centros, que alojados en edificios históricos en desuso o en obras de nueva planta espolvorean el territorio con una oferta extraordinariamente variada, con frecuencia banal, y en ocasiones lindante con el disparate o la extravagancia. Esta flotilla de lanchas junto a los grandes paquebotes culturales, proveniente de ambiciones locales o tenacidades individuales, ha sido a menudo irrelevante, pero en ocasiones ha tenido la virtud de ampliar el campo de atención a fenómenos o sujetos ignorados por los organismos centrales donde se codifican los cánones.
El consumo de masas que ha hecho de los museos escaparates de la contemporánea sociedad del espectáculo tiene la dimensión positiva de la democratización de los llamados bienes culturales, y el inevitable correlato de la trivialización de contenidos que, no siempre con justicia, se asocia a la popularización. Si el malestar que provoca este sistema proviene esencialmente de su comercialización de ‘mercancías espirituales’, también se produce un rechazo de naturaleza política que afecta a la unanimidad consensuada de la excelencia que manufacturan los museos, y que muchos juzgan como la expresión en el terreno de la cultura de la dócil aceptación por las poblaciones del capitalismo financiero y de la democracia liberal. Así, el tránsito del museo al archivo —la transformación de sus escenarios narrativos en depósitos ordenados de los que puedan extraerse múltiples historias— sería una puesta en cuestión del discurso dominante: en el campo específico de la cultura, pero también en el ámbito más general de la política.
Sin embargo, estas benéficas intenciones se producen en el marco de museos públicos que, lejos de abrirse a una multitud de relatos, por lo general construyen argumentos al servicio de agendas políticas de facción. Rehúsan fabricar consensos simbólicos que otorguen cohesión social, pero tampoco emplean la financiación pública y los recursos comunes para establecer una conversación con muchas voces; antes al contrario, usan esos medios de todos para realizar propaganda sesgadamente ideológica que, con la pobre coartada de la crítica, a menudo jalea o apuntala opciones políticas partidarias. Se niega la autonomía de lo estético para transformar los museos de arte en museos de historia, pero al final las narraciones de éstos semejan pertenecer más bien al género literario de la historia sagrada, con su retórica presentación del pasado compartido como un conflicto mítico entre el reino de la luz y el de las sombras. A lo que parece, las ‘buenas prácticas’ no nos protegen de las malas teorías.