Milán no ha reinventado las expos, pero ha levantado una mejor que muchas. El visionario concepto original de Jacques Herzog —junto al arquitecto italiano Stefano Boeri, el urbanista británico Ricky Burdett, el arquitecto verde estadounidense William McDonough y el fundador del movimiento Slow Food, Carlin Petrini— proponía prescindir de los pabellones como monumentos del orgullo nacional y poner énfasis en lo exhibido, pero ese tránsito radical de los continentes a los contenidos acabó frustrándose, y la Expo terminó levantando la habitual algarabía de construcciones efímeras que pugnan por atraer la atención del visitante. Sin embargo, la rotunda idea inicial de una larga avenida sombreada (complementada por un eje menor perpendicular) que diera acceso a la mayoría de las parcelas se ha mantenido en el diseño definitivo, y tanto la clara legibilidad de esta disposición como la arquitectura discreta de buena parte de los pabellones hacen de esta expo un evento que merece destacarse.
Pese a los malos augurios que precedieron a su inauguración, seguramente inseparables de cualquier acontecimiento de esta naturaleza, y que se extendieron de los habituales desacuerdos políticos, problemas financieros y retrasos en la ejecución de las obras hasta las más graves adjudicaciones mafiosas de contratos y especulación del suelo en el entorno del proyecto —además del vandalismo urbano que robó los titulares a la Expo el día de la apertura—, Milano 2015 ha podido finalmente ofrecer un espectáculo festivo y amable donde casi un centenar de pabellones compiten en seducir con sus arquitecturas y con sus contenidos, que por cierto interpretan de forma sumamente variada el lema de la muestra, ‘Feeding the Planet, Energy for Life’; de hecho, muy pocos se ocupan de los dilemas agrícolas y energéticos suscitados por el desafío de alimentar a una humanidad en explosión demográfica, y la mayoría elige el camino trillado de los productos nacionales y la cocina regional.
La arquitectura, por su parte, es tan diversa como muestra la selección de pabellones incluidos aquí, pero la organización del emplazamiento —con un cardo y un decumano cuya cobertura ligera remite a la emblemática galleria milanesa—, unida al laconismo de unos tiempos más austeros, han ayudado a purgar el recinto de muchas de las extravagancias propias de este tipo de exposiciones, y la impresión general es más serena que estentórea. De la sobriedad escueta del pabellón español a la elegancia musculosa del chileno, pasando por la poesía técnica del británico o la levedad alabeada del chino, las construcciones efímeras de la Expo forman quizá, como ha dicho Herzog, «la misma feria de vanidades que hemos visto tantas veces en el pasado», pero ésta es una feria más ordenada que la mayoría, y su eje principal se remata con los tres exactos galpones diseñados por el suizo para Slow Food: un residuo de su difícil gestación que puede ser un estímulo crítico para el futuro de estos acontecimientos.