Siempre nos quedará Italia. La grande bellezza de esta segunda patria de todos los arquitectos evoca a menudo la dulce melancolía de la decadencia, pero la formidable vitalidad de esta península mediterránea no puede quedar desdibujada por la abrumadora presencia de la historia. Mi primer viaje fuera de España fue a Roma, donde pasé una semana con mi padre en junio de 1966, con la ciudad en plena efervescencia electoral, y casi medio siglo después recuerdo que me produjeron tanta impresión las ruinas de los foros o las iglesias barrocas como los animados corros de debate político que se formaban al caer la noche en la Piazza Navona. Italia ha sido para muchos de nosotros un deslumbrante depósito de belleza congelada en piedra, pero también una fuente caudalosa de estímulos intelectuales y estéticos contemporáneos, desde el cine de Rossellini, Visconti o Pasolini hasta los libros de Pavese, Sciascia o Calvino.

En el ámbito de la arquitectura, la extraordinaria influencia escolar de la Tendenza hizo pasar a un segundo plano tanto la modernidad primera de Terragni o Libera como los revisionismos de BBPR o Scarpa, y al apagarse sus ecos en la década de los 80 se quebró también el eje Nueva York-Milán sobre el que había girado el debate disciplinar, desvaneciéndose Italia de la escena internacional durante dos largas décadas: Aldo Rossi desaparecería en 1997 tras unos últimos años imprecisos, y Renzo Piano —el otro premio Pritzker italiano— sería de habitual considerado como una figura más cosmopolita que local, de manera que Italia dejó de participar en la conversación arquitectónica del mundo, que halló nuevos focos de interés en Holanda y Suiza en una primera etapa, y en la península Ibérica o el archipiélago japonés a continuación, como atestiguaron las siempre atentas revistas milanesas o la bienal veneciana.

Pero ahora Italia regresa con el vigor que refleja este número, y no sólo con sus grandes figuras internacionales, sino con una nueva generación que —como argumenta convincentemente Fulvio Irace— ha tenido que partir casi de cero, reinterpretando la modernidad desde la construcción y el contexto, huyendo tanto de la preocupación obsesiva con la morfología y el tipo como de las imágenes mediáticas que han caracterizado a la arquitectura icónica de los últimos tiempos, y buscando en el trabajo artesanal y en la relación con la historia la creación de entornos y paisajes que reconcilien actualidad, naturaleza y memoria. En su empeño de regeneración desde los márgenes, estos jóvenes arquitectos autodidactas pueden rescatar como referencia la ejemplaridad profesional y personal del maestro paciente de Génova, uno de cuyos detalles hermosos y exactos se reproduce en nuestra portada como emblema de una actitud y un tiempo.


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