Opinión 

Un navegante solitario

Luis Fernández-Galiano 
30/06/2006


Próximo a cumplir setenta años, Renzo Piano surca los mares del mundo con el arrojo de un navegante solitario. Tras construir en cuatro continentes, el genovés sigue afrontando cada nueva travesía como un viaje de descubrimiento, donde la destreza en el uso del aparejo, la maestría en la interpretación de los vientos y la firmeza en el mantenimiento del rumbo no excluyen nunca la sorpresa del hallazgo. En el ámbito casi familiar y artesano del Building Workshop, sobre el mar de Liguria que se avista desde Punta Nave, el patrón del barco estudia con su equipo los instrumentos disponibles, las condiciones ambientales y el propósito del trayecto, pero esa peculiar combinación de técnica, contexto y programa no prefigura apenas nada más que la dirección del desplazamiento, y el itinerario definitivo se marca en ruta, haciendo de cada proyecto un ejercicio genuino de inventiva y de riesgo.

Si el apego material a la articulación y a los ensambles le viene al arquitecto de su entorno constructor y carpintero, el empeño tenaz en la innovación y el experimento tiene origen en el clima agitado de su formación juvenil y en el ejemplo ingenieril de sus referencias primeras, desde el próximo Prouvé o el lejano Fuller hasta la fraternal colaboración con Peter Rice. Al final, cada edificio resulta ser una idea y un detalle: por más que los proyectos se agrupen en familias, y por más que en su secuencia se adviertan líneas genealógicas, cada obra posee un perfil reconocible que se apocopa en un concepto luminoso y en un elemento de diseño exquisito. La máquina alegre del Pompidou se abrevia en las gerberettes musculosas de la estructura como el recinto lacónico de la Beyeler en las hojas delicadas de la cubierta o la ampliación silenciosa de Atlanta en las viseras de los lucernarios.

Esta revista publicó en 1990 su primera monografía sobre un autor contemporáneo—antes sólo habían aparecido números dedicados a Mies y Le Corbusier coincidiendo con los centenarios de ambos— y fue precisamente Piano el elegido, documentando su trayectoria desde la fundación del Building Workshop en 1981: un recorrido que, tras los ecos inaugurales de su asociación con Richard Rogers y el fenomenal impacto del museo parisino, se inicia con su relación con Dominique de Menil y ese fruto extraordinario que es la obra de Houston, y se extiende hasta la culminación del estadio de Bari, el más hermoso de los construidos para el Mundial de Fútbol disputado en Italia el año de la monografía; publicación que se cerraba con el proyecto para el colosal aeropuerto de Kansai, sobre una isla artificial en la bahía de Osaka, que Piano había ganado en concurso unos meses antes.

Dieciséis años después, AV reanuda el registro del viaje de exploración del maestro genovés, y el diario de navegación comienza inevitablemente en la costa japonesa con las curvas heroicas de su puerto aéreo, prosigue con las cabañas monumentales de los mares del Sur y las velas hinchadas que saludan al Utzon de Sidney, y completa un minucioso periplo por Europa para finalmente desembarcar en América, donde —en la estela del éxito popular y secreto del Menil y el premio Pritzker de 1998— se desarrolla una secuencia deslumbrante de descubrimientos constructivos y hallazgos espaciales: desde el regreso a Texas en 1999 para colaborar con otro cliente de excepción, Raymond Nasher, y hasta la colonización del territorio cultural que se extiende entre el Atlántico y el Pacífico con una red de recintos exactos que testimonian la singular fortuna de esta aventura oceánica.


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