Es difícil conversar con gritos y susurros. Los pabellones de Hannover pregonan su mercancía simbólica de formas tan diversas que la cacofonía visual resultante tritura los mensajes hasta reducirlos al magma amable del ocio recreativo. El urbanista Albert Speer, que contó con la ayuda del arquitecto Thomas Herzog y del ya fallecido paisajista Dieter Kienast, ha dirigido la construcción de la Expo con eficaz pragmatismo, utilizando las instalaciones de la existente Feria de Hannover, a la que se han añadido dos zonas de pabellones y jardines temáticos.

El resultado es un conjunto modesto y sensato, menos espectacular que Sevilla 92 pero más ambicioso que Lisboa 98, donde las grandes inversiones infraestructurales se rentabilizan por su vinculación a la Feria permanente, y donde la aparentemente inevitable algarabía trivial de los pabellones se compensa con jardines abstractos de hermética poesía. Razonablemente fiel a su propósito de reconciliar técnica y naturaleza con su énfasis en la economía de medios y el carácter reciclable de las construcciones temporales, esta vigésimo segunda exposición universal es también la primera que se organiza en Alemania, y su perfil responsable y discreto refleja bien el orgullo inseguro de una nación traumatizada por su historia reciente. La mediocridad arquitectónica de su propio pabellón, atento sólo a ceñirse a la corrección política de la funcionalidad transparente, ilustra por su parte la faceta más lamentable de esta ambigüedad perpleja.

En la selva de pabellones, atravesada por los esperables teleféricos y pasarelas, se mezcla lo deplorable y lo excelente, pero hay al menos dos construcciones que no pasarán inadvertidas, porque representan los extremos del debate contemporáneo. El pabellón de los Países Bajos, proyectado por el joven equipo de Rotterdam MVRDV, apila con sensibilidad surreal cinco paisajes holandeses, en lo que es a la vez una ilustración de sus tesis sobre la ocupación máxima del suelo, y una metáfora de las necesidades de Lebensraum en su poblado territorio; y el pabellón de Suiza, del veterano maestro de Chur Peter Zumthor, evita cualquier exhibicionismo para reducir la representación de su país a un laberinto de listones de madera sin desbastar que se utilizarán como material de construcción al término de la Expo, y que mientras tanto ofrecen degustaciones y música selecta a los visitantes que se aventuran en su penumbra íntima y cordial.

Entre los gritos holandeses y los susurros suizos, sin embargo, no es fácil imaginar diálogo alguno, y tampoco parece verosímil esperarlo en el conjunto abigarrado de la Expo. Ajenos a los argumentos del otro, y circulando autónomos por el planeta de las ideas y las formas como partículas elementales, los pabellones solipsistas de Hannover exhiben su identidad nacional y arquitectónica en una sucesión de soliloquios que prometen más fatiga que enseñanza. Conversen, por favor.


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