Opinión 

Europa, año cero

Las formas convulsas del deconstructivismo reflejan los cambios inducidos en el mapa político por la reunificación alemana.

Opinión 

Europa, año cero

Las formas convulsas del deconstructivismo reflejan los cambios inducidos en el mapa político por la reunificación alemana.

Luis Fernández-Galiano 
31/12/1999


El siglo que comenzó en Sarajevo ha terminado en Berlín. En noviembre de 1989, la caída del muro abrió una época histórica nueva, habitada a la vez por la esperanza y el riesgo. Si en la película de Roberto Rosellini el Berlín devastado por la guerra era escenario de un año cero escombrado y hambriento para la Alemania derrotada, el año cero de la Alemania reunificada apenas se ha levantado la tutela soviética habla de una Europa que se enfrenta expectante al final de la guerra fría, y de nuevo es Berlín la encrucijada que anuda la historia y el futuro. Allí, un judío polaco con pasaporte norteamericano ha proyectado un museo en forma de rayo que zigzaguea con violencia luminosa sobre la piel de la ciudad, y que es una de las imágenes más poderosas y puras de los últimos tiempos: concebido como anejo al museo de Berlín para albergar su sección judía, la traza azarosa de Daniel Libeskind representa el trayecto fracturado y doliente de los judíos berlineses, pero también supone la madurez del deconstructivismo.

El primer invierno de la década trajo la consolidación del deconstructivismo con el museo zigzagueante que Libeskind levantaría en Berlín, entretejiendo la historia de la ciudad con la del pueblo judío.

En el verano de 1988, el Museo de Arte Moderno de Nueva York anunció la emergencia de un nuevo lenguaje arquitectónico, inspirado simultáneamente por las ideas del filósofo francés Jacques Derrida acerca de la deconstrucción y por las formas inestables de las vanguardias constructivistas soviéticas. Promovido al mismo tiempo que la perestroika de Gorbachov permitía el acercamiento de rusos y americanos, este idioma fragmentado simbolizaba las incertidumbres del mundo contemporáneo y, acaso de manera premonitoria, prefiguraba también el término de la división del planeta en dos bloques política y militarmente enfrentados. Durante 1990, el premio Nobel de la Paz a Gorbachov y la exposición de los constructivistas rusos en el propio Museo de Arte Moderno de Nueva York ha coincidido con la puesta de largo del deconstructivismo; además de Libeskind con su deslumbrante proyecto berlinés, en la primavera de 1990 otros dos norteamericanos representados en la muestra de 1988 han completado edificios significativos: el neoyorquino Peter Eisenman, que por cierto había construido en el mítico Point Charlie de Berlín a principios de los ochenta, ha terminado en Columbus el Centro Wexner, su primera realización de gran calado; y el californiano Frank Gehry ha levantado en el complejo de Vitra en Weil am Rhein el museo de la silla —su primer edificio europeo—, una pequeña gran obra expresionista y escultórica que abre caminos nuevos.

Por encargo de la fábrica de sillas Vitra, Frank Gehry irrumpe en la escena europea con sus formas expresivas, culminando la serie de museos construidos por Meier, Stirling y Hollein en la cuenca del Rin.

Y mientras el futuro se perfilaba en estas formas tormentosas, las instituciones de la arquitectura rendían homenaje a carreras cumplidas: el italiano Aldo Rossi recibía el norteamericano premio Pritzker, un reconocimiento largamente merecido por la influencia intelectual y la densidad poética de su obra gráfica; el británico James Stirling obtenía el japonés Praemium Imperiale, un galardón más en la carrera de un maestro que ha sido moderno y posmoderno; el holandés Aldo van Eyck era distinguido con la medalla de oro del Royal Institute of British Architects, un premio singularmente tardío para una obra que alcanzó su mejor momento en los años sesenta; y la medalla de oro de los arquitectos españoles se concedía igualmente a dos veteranos, el madrileño Francisco Cabrero y el catalán Oriol Bohigas. En el mes de mayo, la Unión Internacional de Arquitectos celebró su congreso trienal en Montreal, y la ocasión sirvió tanto para la presentación del Centro Canadiense de Arquitectura (promovido por Phyllis Lambert con músculo económico y ambición cultural) como para llamar la atención sobre las arquitecturas del Tercer Mundo, galardonadas a través del indio Charles Correa, que recibió la medalla de oro del organismo. Todo ello en un año que vio desaparecer a Hassan Fathy, un apóstol de la autoconstrucción también distinguido con la medalla de la UIA; al norteamericano Gordon Bunshaft, que recibió el premio Pritzker como divulgador del credo miesiano a través de SOM; al introductor de la modernidad en Gran Bretaña, Berthold Lubetkin, y al pedagogo que a través de la Architectural Association renovó la escena londinense, Alvin Boyarski; al gran historiador y crítico de la cultura, el neoyorquino Lewis Mumford; y a los españoles Luis Moya y José María García de Paredes, un constructor geómetra de arquitecturas arcaicas y un maestro moderno de sensibilidad musical.

Frente al calor estival, Renzo Piano propuso una membrana de teflón tensada sobre los pétalos de hormigón del estadio de Bari, construido para el mundial de fútbol e inspirado en el perfil de las colinas de Puglia.

Durante el estío, la atención del planeta se centró en Italia, donde el campeonato mundial de fútbol se disputó en unos estadios renovados que ofrecieron más satisfacciones arquitectónicas que deportivas. El campeonato lo ganó Alemania, como no podía ser menos en el año de su reunificación, pero la estrella fue el nuevo estadio de Bari, construido por Renzo Piano como una flor ingrávida de pétalos de hormigón. Fue una buena temporada para el arquitecto de Génova, que también inició en la bahía de Osaka las obras del aeropuerto de Kansai, una gigantesca terminal de tensa geometría sobre una isla artificial. Otro edificio colosal, la Très Grande Bibliothèque parisina —el último de los proyectos presidenciales de François Mitterrand— comenzó igualmente a construirse, según el proyecto del joven Dominique Perrault, que ganó el concurso con cuatro grandes torres en forma de libro abierto que delimitan un monumental ámbito urbano. Pero más allá del fútbol y de las obras titánicas, la noticia del verano acabaría siendo la invasión de Kuwait por Irak, una convulsión traumática en la yugular petrolífera del mundo que desde el mes de agosto ha puesto a prueba el nuevo orden surgido de las ruinas del muro de Berlín.

Cuatro torres transparentes, abiertas como libros, delimitan el patio ajardinado al que abren las salas de lectura de la Gran Biblioteca de París, diseñada por Dominique Perrault como un icono junto al Sena.

En España, mientras tanto, los balances de la década socialista dejan un sabor agridulce, con formidables logros políticos y económicos entreverándose con no pocas decepciones culturales y algunos episodios de clientelismo y corrupción. La terminada ampliación del Senado y las obras de ampliación del Congreso dibujan un escenario de escasa preocupación social por los símbolos arquitectónicos de la democracia, con el país tensando sus fuerzas y centrando su atención en la preparación de los dos eventos del centenario colombino, la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, que están generando ambos un cúmulo de proyectos de calidad variable. Quizá nada represente tan bien el momento próspero y narcisista de España como dos interiores remodelados para la fiesta y el ocio: las torres de Ávila en Barcelona, de Alfredo Arribas, y el restaurante Teatriz en Madrid, de Philippe Starck, reflejan con talento las demandas de una sociedad hedonista y complaciente. El regreso al país de su mejor arquitecto, Rafael Moneo —tras cinco años en Harvard como chairman de la GSD— augura un incremento de la temperatura del debate; la remodelación del Palacio de Villahermosa para albergar la colección Thyssen ha sido su primera y muy cauta intervención tras el retorno, pero los prismas inclinados de vidrio con los que ha ganado el concurso del Kursaal de San Sebastián autorizan a esperar polémicas más vivas: esos cubos fracturados hablan del azar y la incertidumbre de Europa en su año cero.


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