En su número de agosto de 1999, Dialogue se preguntaba: ‘Will we ever have a Bilbao in Taiwan?’ La revista de arquitectura de Taipei dedicaba su portada a las formas fracturadas del museo Judío de Daniel Libeskind, e imprimía el interrogante de su Forum sobre una fotografía del Guggenheim de Frank Gehry, tras un editorial en el que su director reclamaba para la isla un museo como los de Libeskind en Berlín, Gehry en Bilbao o Zaha Hadid en Cincinnati, cuyos volúmenes inestables juzgaba óptimos para llamar la atención del público, suscitar demanda turística y dinamizar la economía de las ciudades correspondientes. Un mes más tarde, un devastador terremoto causaba millares de muertos y sembraba las ciudades de Taiwan con edificios quebrados que en las fotos de prensa podían confundirse con proyectos deconstructivos, en una trágica y dolorosa paradoja que suscita una reflexión melancólica.

Peter Eisenman: Maqueta de la sede de Nunotani, Tokyo

Terremoto en Taiwan 1999

Terremoto en Kobe, Japón 1995

Peter Eisenman: Hotel en Madrid 

Los edificios destruidos por los recientes terremotos asiáticos resuenan en las maquetas los dibujos reticulados de Peter Eisenman como el derribo catalán tiene su eco en la obra fracturada de Coop Himmelb(l)au.

Derribo en Barcelona 1999

Coop Himmelb(l)au: Cine en Dresde

Hace tres años, la Bienal deArquitectura de Venecia propuso como tema de su sexta edición internacional ‘el arquitecto como sismógrafo’, y Arata Isozaki dedicó la totalidad del pabellón japonés —del que era comisario— al terremoto de Kobe, que el año anterior había causado grandes estragos en esta localidad próxima a Osaka, respondiendo así con cáustica ironía al lema de la muestra. La arquitectura puede temblar para expresar la inestabilidad de los tiempos, y los arquitectos pueden sentirse como agujas de sismógrafo que vibran con las convulsiones del Zeitgeist, pero hay ocasiones en que las metáforas sísmicas se tornan dramáticamente reales, y de la arquitectura y los arquitectos se demanda entonces más reparación que representación.

Las catástrofes ferroviarias de Bengala o Chicago entran en sintonía con las formas inestables de Daniel Libeskind al igual que el incendio madrileño deja restos tan caligráficos como la obra de Enric Miralles.

Enric Miralles: Estación en Toyama, Japan

Cuartel tras un incendio, Madrid 1992

Choque de trenes en Bengala, India 1999

Daniel Libeskind: Proyecto para el Tiergarten, Berlin

La arquitectura fracturada cree representar un mundo incierto con sus formas inesperadas, y asegura alimentarse de nuevos paradigmas científicos y epistemológicos. Sin embargo, tengo para mí que esta arquitectura, cuando no persigue la mera diferenciación formal para competir mejor en el mercado de las imágenes, cumple más bien la función de exorcismo que la de retrato. Las versiones más triviales de esta corriente se nutren del humus romántico de la excepcionalidad para acomodarse con cinismo a la contemporánea sociedad del espectáculo, que reclama vorazmente un suministro copioso de novedades. Pero las obras y autores más genuinos exploran la construcción de objetos física y visualmente inestables para conjurar el vértigo finisecular; aunque fingen decirnos ‘así son hoy las cosas, complicadas y torcidas’, en realidad su mensaje es: ‘si conseguimos que estas formas imposibles se sostengan, también conseguiremos mantener la estabilidad de un mundo frágil’.

Daniel Libeskind: Museo Nussbaum, Osnabrück

Descarrilamiento en Chicago 1999

Muchas de estas construcciones insólitas remiten a otros episodios de la arquitectura de este siglo, y muy singularmente a movimientos de las vanguardias históricas como el futurismo, el constructivismo o el expresionismo. Esos ismos, sin embargo, comparten una temperatura visionaria y una pulsión utópica que no se halla con facilidad en estas nuevas arquitecturas. El rascacielos horizontal de El Lissitzky se asemeja a las barras en voladizo de Libeskind, pero lo que en el ruso era desafío optimista es en el polaco perplejidad musical; la torre Einstein de Mendelsohn encuentra ecos en los alabeos de Gehry, pero lo que en el alemán era voluntad demiúrgica es en el californiano fruición plástica y cosquilleo emocional. Aquellos movimientos procuraban abrir un siglo que se resistía a nacer; nuestras arquitecturas intentan exorcizar el final de un siglo que se resiste a morir.

La devastación producida por voladuras o accidentes recuerda las geometrías convulsas de Frank Gehry lo mismo que el descarrilamiento español remite a las bandas yuxtapuestas de los proyectos de Zaha Hadid.

Si las vanguardias emergen en un siglo que no sabemos bien si comienza con el Bodegón con asiento de rejilla de 1912 o con el pistoletazo de Sarajevo de 1914, las arquitecturas inestables que lo clausuran se presentan en sociedad coincidiendo con su término, y la emblemática exposición deconstructivista del MoMA se abre en 1988, sólo un año antes de que la caída del muro de Berlín ponga punto final a un siglo corto. Las convulsiones de los años noventa pertenecen ya al siglo siguiente, y esta década digital que ha materializado con la red la globalización, que ha abierto las esclusas de la ingeniería genética y que ha visto los cataclismos sociales producidos por la nueva tectónica política del planeta, no es la última década del siglo XX, sino la primera del XXI. Y en el umbral de este tiempo nuevo, la arquitectura tiembla y se contorsiona para conjurar incertidumbres y catástrofes.

Voladura de viviendas en Chechenia 1999

Frank Gehry: Edificios de oficinas, Düsseldorf

Como una medicina homeopática que obligase a consumir en pequeñas dosis sustancias letales, o como una vacuna que inyectase en el organismo gérmenes patógenos debilitados, la arquitectura inestable provoca pequeñas conmociones, fracturas controlables y catástrofes domesticadas que fingen el riesgo con sus formas fatales y cauterizan la ansiedad con su catarsis cautelosa. Seísmos y voladuras, accidentes y explosiones, incendios, demoliciones naufragios, la galería de siniestros que suministra figuración convulsa es inagotable, y su reiterada presencia en los medios asegura la persistencia del mensaje. Cuando la arquitectura los imita o los evoca, el escalofrío del riesgo se enreda con el placer delicioso del miedo sin peligro, y las obras exorcizan el pánico difuso del tránsito de milenio.

Frank Gehry: Museo Guggenheim, Bilbao

Choque de petroleros en Malaca 1997

Las formas catastróficas, sin embargo, se justifican con frecuencia remitiéndolas a la quiebra contemporánea del universo newtoniano y el paradigma mecanicista. En una amalgama confusa se mezclan la teoría de las catástrofes de Thom, los fractales de Mandelbrot y la matemática del caos —a los que los más avisados contraponen las estructuras disipativas de Prigogine, la sinergética de Haken, los hiperciclos de Eigen, la auto-organización de Jantsch o el orden implicado de Bohm—para modelar una topografía de pliegues y fracturas, cintas de Moebius y cubos de Serpinski, rizomas y fractales que decoran camisetas y revistas, dormitorios de estudiantes y tableros de concursos, bares de moda y tesis doctorales. A este cóctel de divulgación científica, misticismo new age y topología recreativa se añaden unas gotas de cosmología holística, filosofía posestructural o alabeos informáticos y el trago largo, eufórico y mareante de la nueva arquitectura está servido.

Zaha Hadid: Proyecto de viaducto en Viena Viaduct project in Vienna

Descarrilamiento en Guadalajara, 1997

Esta intoxicación juvenil, que se contempla condescendientemente cuando aflora en los textos más abstrusos de la última generación anglosajona, produce mayor irritación cuando se encuentra en los textos de arquitectos o críticos veteranos. Un ejemplo característico es el reciente libro de Charles Jenks The Architecture of the Jumping Universe, donde la obra de Gehry, Eisenman, Zaha Hadid o Libeskind se interpreta en términos cosmocómicos, enhebrando una colección de metáforas disparatadas que culminan con una imagen de la Fundación Tàpies de Barcelona, donde la escultura Núvol i cadira del artista —una madeja metálica que, dibujando en el espacio a la manera de Julio González, representa una nube y una silla— se interpreta nada menos que como ¡una imagen de las supercuerdas! El mundo de la arquitectura no ha tenido todavía su Sokal’s Hoax, pero ya va siendo hora de que alguien ensaye una superchería como la elaborada por el físico norteamericano para ridiculizar y poner en evidencia la combinación fatal de ignorancia oceánica y audacia sin límites de tantos de nuestros críticos y teóricos.

Para explicar las arquitecturas inestables no necesitamos remitirnos a una parafernalia ma-temática y física que para sus autores es más incomprensible que los jeroglíficos egipcios. Es suficiente con volver a aguzar herramientas críticas herrumbrosas por la falta de uso. Gottfried Semper propuso hace siglo y medio entender la arquitectura como revestimiento que forra una estructura subordinada, y esta alternativa interpretativa al clasicismo tectónico se ciñe como un guante a construcciones escultóricas que no solo evitan manifestar su lógica resistente, sino que incluso tienen a gala parecer inestables. Ante la cultura apolínea de la serenidad y el aplomo estructural, la arquitectura dionisíaca de la fractura, la desobediencia y el ropaje simbólico construye una realidad inquietante y festiva que remite a Nietzsche, pero también al Hittorf que representaba los templos clásicos vigorosamente maquillados con policromías inesperadas.

Estas arquitecturas no pueden delinquir contra la verdad de la estructura porque en su caso ésta no es sino una tramoya que sostiene un escenario teatral. Utilizando los términos de Semper, su revestimiento no es Bekleidung sino Verkleidung: no es indumentaria sino disfraz. Las escamas de titanio del Guggenheim bilbaíno o los retales de acero inoxidable de Daniel Libeskind en el Museo Judío berlinés son el attrezzo tormentoso o desgarrado de la función del fin de siglo, y en estos jirones agitados se expresa dramáticamente el Zeitgeist. Pero lo mismo que la torre de Einstein en Potsdam representaba mejor el Angst de la época que la teoría de la relatividad, así nuestras construcciones fracturadas constituyen más bien exorcismos ante las catástrofes de un tránsito histórico que ilustraciones de la matemática caótica y fractal. Baudelerianas al fin, en su belleza convulsa habitan las sombras y la esperanza de un siglo que termina.


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