Los iconos se expanden, desbordando límites disciplinares y geográficos. La nueva generación de obras emblemáticas traspasa las fronteras convencionales de la arquitectura, transformándose en esculturas habitadas o paisajes construidos, y a la vez se multiplican viralmente para extenderse sin freno por el planeta. Son iconos de una arquitectura expandida cuya expansión global plantea incógnitas estéticas y éticas. En el terreno estético, las herramientas digitales han permitido diseñar y construir objetos escultóricos o topográficos que sólo con dificultad podemos entender con los instrumentos tradicionales de la disciplina, al invadir campos colindantes que se explican con otra panoplia de métodos; y en el terreno ético, la proliferación de obras de singular expresividad y costo obliga a considerar si su consumo de recursos materiales y formales guarda proporción con las disponibilidades económicas y las necesidades simbólicas de las comunidades donde se levantan.
Pero las obras emblemáticas nos han acompañado siempre, y desde las pirámides o colosos del mundo antiguo hasta Ronchamp, nuestra historia está pespunteada de construcciones icónicas que desdibujan los límites entre arquitectura y escultura. La segunda mitad del siglo pasado estuvo jalonada por edificios que marcaron cada década con su impacto: los años cincuenta no se conciben sin el Guggenheim de Frank Lloyd Wright, una espiral heroica frente al Central Park neoyorquino, los sesenta sin la interminable construcción de la Ópera de Sídney de Jørn Utzon, con sus velas de hormigón levantándose sobre la bahía, o los setenta sin la tecnología alegre del Centro Pompidou de Renzo Piano y Richard Rogers, una refinería multicolor en el Marais parisino. Tres iconos en tres continentes que expresaron los intereses de su tiempo, impulsaron la innovación arquitectónica y devinieron representativos de sus ciudades respectivas, pese a que se propusieran en violento contraste con su entorno.
El diálogo entre arquitectura, escultura y paisaje se ha hecho más intenso y confuso en las últimas décadas, por más que la crítica estadounidense Rosalind Krauss se esforzase por teorizar sus relaciones mutuas en un muy citado artículo de 1979, ‘Sculpture in the Expanded Field’ —recientemente usado como hilo conductor de unos ‘encuentros entre arte y arquitectura’, publicados como Retracing the Expanded Field—. Lo que de hecho amplió dramáticamente el campo de la arquitectura fue el inmenso éxito crítico y popular del Guggenheim bilbaíno, que Frank Gehry inauguró en 1997, alterando festivamente las reglas del juego con ayuda del programa Catia, y provocando un alud icónico que ha tenido a Zaha Hadid y a su socio Patrik Schumacher (que se apresuró a proponer el ‘parametricismo’ como soporte conceptual de las formas fluidas de la arquitecta angloiraquí) entre sus protagonistas estelares: en este terreno alabeado y fracturado se encuentran hoy nuestros iconos expandidos.