Jim Carey protagoniza el gran simulacro televisivo de El show de Truman, que paradójicamente se rodó en un lugar real: la urbanización Seaside de Florida, emblema del ‘nuevo urbanismo’ norteamericano.
Truman Burbank es real y ficticio. El protagonista de la película de Peter Weir es una persona a la que se hace habitar desde su nacimiento en un gigantesco estudio de televisión, de manera que su vida, recogida por millares de cámaras ocultas, se transforma en el contenido de un programa de gran éxito: The Truman Show. Todos los que le rodean —familia, amigos o compañeros de trabajo— son actores, pero Truman mantiene su inocencia intacta, y esa circunstancia singular es el soporte de la popularidad del programa. Auténtico, y al tiempo personaje de una colosal e interminable representación, Truman remite al voyeurismo de los reality shows y a la proliferación del simulacro en el mundo contemporáneo; pero también al carácter engañoso de la percepción de la realidad y a la naturaleza falsa o fingida de nuestras propias vidas.
La de Truman transcurre en un marco idílico: una pequeña población americana de casas de madera y vallas blancas que parece extraída de un dibujo de Norman Rockwell. El escenario es tan perfecto que el espectador puede pensar que se trata de un enorme decorado, como de hecho se describe en el guión de la película, y como en efecto los productores llegaron a considerar construir en sus estudios de Los Ángeles. Sin embargo, y de forma paradójica, lo que en la ficción es un decorado se filmó en un lugar real: un pueblo de vacaciones en la costa de Florida proyectado en los ochenta por dos urbanistas de Miami, Andrés Duany y Elizabeth Plater-Zyberk; y un pueblo, además, que se convirtió en el símbolo del ‘nuevo urbanismo’ norteamericano.
Si lo habitual es que el decorado remede la realidad, en el show de Truman la realidad remeda un decorado: la programática Seaside de los nuevos urbanistas es en la película la plácida y ficticia Seahaven donde habita el protagonista; y edificios genuinos de Seaside se fingen escenografías en Seahaven para hacer entender al público que Truman se desenvuelve en un vasto estudio televisivo. Esta mareante confusión está, sin embargo, en sintonía con los orígenes figurativos del nuevo urbanismo, que amalgamó la nostalgia comercial del pop americano y la melancolía resistente del fundamentalismo europeo; los solidarios e inocentes años cuarenta, y la arcadia soñolienta del siglo XIX; el liberalismo posmoderno de Robert Venturi, y el izquierdismo antimoderno de Leon Krier.
El modelo de este urbanismo es la calle mayor de Disneylandia, esa main street que reproduce en facsímil la del pueblo natal de su fundador, y que reconcilia el populismo feísta de Venturi con el historicismo vernáculo de Krier. Quizá por eso no puede sorprender que la más ambiciosa realización del nuevo urbanismo haya sido una promoción de Disney: Celebration, un conjunto en todo similar a Seaside, levantado cerca de Orlando, en Florida, y propuesto como prototipo de una revolución comunitaria e inmobiliaria que haga de la multinacional del ratón la compañía Levitt del siglo próximo, utilizando su experiencia en las realidades ficticias del celuloide y los parques de atracciones para construir las ficciones realistas de las nuevas urbanizaciones, que prometen a sus habitantes una vida sedada, deshuesada de conflictos, sonriente y trivial.
Esta vida falsa y amable es la de Truman, que en su propio nombre incorpora ya la ambigüedad contemporánea de los deslizamientos equívocos entre realidad y ficción; porque el true-man, el hombre auténtico, lleva por cínico apellido Burbank, la zona de Los Ángeles donde se concentran la mayor parte de los grandes estudios cinematográficos y de televisión. Truman Burbank es, pues, un oxímoron onomástico, que en su paradoja ilustra nuestra condición contradictoria: perseguimos lo genuino, pero sólo sabemos construir facsímiles; criticamos las falsificaciones azucaradas del nuevo urbanismo, pero nos entregamos a las ficciones narcóticas que nos protegen; declaramos encarar la realidad, pero preferimos la versión analgésica de la misma que nos suministran los medios. El mundo de Truman es el nuestro. Desde el fondo de la caverna contemplamos la sucesión de las sombras, y soñamos soñar que alguien nos sueña.