Los arquitectos proyectan el espacio, pero también el tiempo. Al imaginar la ciudad posterior a la pandemia, se esfuerzan en reconciliar la necesidad de distancia social con la conveniencia de proximidad: por un lado, se fragmenta el espacio para evitar el contacto; por otro, se agrupan los usos para llegar a ellos sin precisar transporte. El primer rasgo invita a repartir las actividades en el tiempo; el segundo, a fijar un límite temporal a los desplazamientos, que ha cristalizado en el lema ‘la ciudad de los 15 minutos’. Si la arquitectura se ha considerado históricamente una disciplina espacial, que ‘ordena la materia en el espacio como la música ordena el sonido en el tiempo’, hoy necesita situar el tiempo en el centro de su atención; y no el tiempo del proyecto o de la obra, sino el tiempo de los que han de habitar edificios y ciudades. Se dirá que esto se ha hecho siempre, y es cierto; pero la experiencia del coma vírico inducido ha comprimido el espacio y detenido el tiempo, trastocando valores y estableciendo prioridades nuevas.
El filósofo Blaise Pascal aseguraba que «todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación», y su contemporáneo el místico Miguel de Molinos predicaba el quietismo como un proceso de depuración espiritual no lejano del budismo; pues bien, los meses de confinamiento han reproducido las condiciones para poner a prueba estas recetas del siglo XVII. ¿Somos ahora más sabios, más conscientes de nuestra fragilidad, más despojados de ocupaciones innecesarias y agitación estéril? No es nada seguro, pero la interrupción de las rutinas sin duda ha obligado a organizar el tiempo de otra manera, y quizá a percibir su fugacidad bajo una luz más fría. Emilio Lledó dice que «vivimos en el espacio, pero morimos en el tiempo», y es posible que la renovada conciencia de nuestra obligada desaparición haya trasladado el foco de la ordenación del espacio en la casa y la ciudad a la ordenación del tiempo individual y colectivo.
Solíamos oponer el genius loci y el Zeitgeist —el espíritu del lugar y el espíritu del tiempo—, para diferenciar las arquitecturas enraizadas en la continuidad del contexto, y aquellas que se insertan en el torbellino mudable del talante de la época: las obras intemporales y las obras de su tiempo. Pero la detención del mundo nos ha ofrecido la píldora roja de la lucidez, y advertimos que el nuevo protagonismo del tiempo demanda paradójicamente el retorno a ese espacio con cualidades que llamamos lugar, y que el espíritu del tiempo postpandémico se encarna de forma irónica en la arquitectura intemporal, en el acotamiento del espacio y en la limitación del movimiento. Jorge Luis Borges quiso refutar el tiempo, pero terminó admitiendo que «es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.» Proyectar el tiempo es proyectarnos; pensar en nuestro futuro y el de todos.