Barrio de la ciudad de Gaza bombardeado por la fuerza aérea israelí © Atia Darwish / APA Images

Como Sansón en su cautiverio, Israel está ciego en Gaza. Capturado y cegado por los filisteos, el héroe israelita recuperó su fuerza descomunal para derribar las columnas que sostenían el templo y hacer perecer con él a sus enemigos. La historia bíblica, que recoge el Libro de los Jueces, inspiró un poema de John Milton, ‘Samson Agonistes’, del que proviene el título de la novela de Aldous Huxley, Eyeless in Gaza, un texto filosófico que nos describe ciegos ante la identidad y la memoria. Tras el terror trágico del 7 de octubre, el dolor ha cegado a Israel, y se enfrenta a la Franja de Gaza —que un día fue la Filistea de la que proviene el nombre de Palestina— deseando destruir las columnas que sostienen el poder de Hamás, aunque eso suponga la muerte de miles de inocentes y la muerte también de la fibra moral del país que se quiso Ohr L’Goyim, luz de las naciones. Si el 7-O ha sido el 11-S de Israel, la experiencia estadounidense en Irak y Afganistán debería despertar a la musa del escarmiento israelí, porque la peor catástrofe en los 75 años de la nación no debería tener como resultado un asedio medieval y una nueva Nakba: como muchos han recordado, Israel no tendrá seguridad mientras los palestinos no tengan esperanza.

La agresión terrorista de Hamás, desde luego, superó todos los límites, incluso para las sensibilidades más encallecidas. El cruel exterminio de hombres, mujeres, niños y ancianos en los kibutz próximos a una verja fronteriza que se creía insalvable, la matanza de jóvenes en una rave de música trance en el desierto del Néguev, o la toma indiscriminada de rehenes conducidos de inmediato al laberinto infernal de los túneles, y todo ello documentado orgullosamente por los propios asesinos, rivaliza en abyección con las peores acciones del ISIS. Ante esto no cabe contraponer la deriva autoritaria del Gobierno de Netanyahu, en poder de ultras religiosos que provocan a los musulmanes en la Explanada de las Mezquitas o protegen a los colonos que han creado en Cisjordania un archipiélago de recintos fortificados, haciendo poco menos que imposible la solución de los dos Estados. Israel tendrá la solidaridad de Occidente, pero tanto su comportamiento reciente como los pasos que puede dar impulsado por el deseo de venganza le harán perder la guerra de la opinión en el sur global, donde hoy se dirime el conflicto geopolítico entre los bloques, y quizá también en unas poblaciones europeas amenazadas por el terrorismo islamista.

En los lugares sagrados de las tres religiones monoteístas «hay mucha historia para tan poca geografía», y en la última etapa todos los esfuerzos por estabilizar el Levante mediterráneo han fracasado. Tras el fiasco de los Acuerdos de Camp David en 1979 y de Oslo en 1994, los de Abraham iniciados en 2020 habían abierto un horizonte de esperanza, porque los Emiratos, Baréin, Sudán y Marruecos normalizaban su relación con Israel, como Egipto había hecho en 1979 y Jordania en 1994, pero el gran pacto con Arabia Saudí se ha frustrado en la estela del 7-O, beneficiando al Irán que financia a Hamás en Gaza y a Hezbolá en el sur del Líbano. Europa, que en esta ocasión ha mostrado su impotencia, se ve rodeada en el mediodía y en el este por una media luna de crisis que se extienden desde el Sahel hasta Libia, Gaza, Siria, el Cáucaso con Nagorno Karabaj o Ucrania, mientras constata su declive demográfico y sufre el impacto de las migraciones irregulares y masivas. Nuestra fortaleza social y cultural no debería hacernos cerrar los ojos al desorden del mundo, sino contribuir desde nuestra posición subalterna a un acuerdo entre las potencias que eviten la extensión de un conflicto que ha causado ya tanto dolor y tanto espanto. 


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